Actos sin consecuencias
Somos capaces de dejar la pobre gestión, la irresponsabilidad, la mentira o la corrupción sin consecuencia alguna, porque los otros serían algo peor
Nuestra descripción del mundo acaso dice más de nosotros que del mundo. No importan tanto cómo son las cosas, sino cómo las percibimos, analizamos o ... entendemos. Hasta las más asumidas leyes naturales son, desde su enunciación hasta sus consecuencias, perspectivas humanas. De hecho, la propia formulación de esas leyes vino después de las leyes jurídicas, a su imagen y semejanza. No porque el Derecho sea más importante o exacto, sino porque es, como expresión de lo humano, lenguaje y herramienta universal. Una vez formuladas las leyes, sin embargo, la diferencia entre unas y otras es evidente: mientras que las naturales no han de quebrarse, al menos desde nuestra perspectiva espacial y temporal, las leyes de los hombres pueden ser incumplidas, aunque no quisiéramos que fuera así. Por eso, cualquier norma jurídica necesita una consecuencia para su incumplimiento. Sin consecuencia, no hay norma.
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De nada serviría estar obligados a cumplir los contratos, si incumplirlos no tuviera efectos para el incumplidor. Quedaría vacía la obligación de pagar el dinero debido, si fuera meramente voluntario. Por eso existen los intereses, las costas o los desahucios. Consecuencias. De hecho, hay normas que tuvieron consecuencias en su origen y, pasados los años, al perderlas, han dejado de ser normas, aunque estén escritas en el Código civil. Por ejemplo, el art. 68 del Código civil establece, entre otros, el deber de los cónyuges de guardarse fidelidad. Esta norma tuvo sus consecuencias, desde el delito de adulterio (derogado en 1978); hasta el divorcio culpable (derogado en 2005). Ahora, en la práctica, no hay ninguna consecuencia jurídica por la infidelidad. Por supuesto que puede producirse la separación de la pareja, o el divorcio, pero tampoco necesita la infidelidad para darse, ni que sea esa la causa tiene ningún efecto jurídico especial.
Pero no son la jurídicas las únicas consecuencias posibles. Una traición, ya sea en la pareja, la familia o entre amigos, sin duda tiene efectos. Efectos que pueden ser más duros que los de la Ley. Perder una relación, a una persona, puede ser más duro que una multa, o hasta que la prisión. Ese ese el mecanismo primero y básico de nuestra sociedad. Y es que fijar consecuencias para aquello que entendemos que está mal es también anterior al propio Derecho. Acaso tiene una base biológica, pues es el mismo sistema con el que se educa a los bebés, o a los animales también. Aprendemos a través de consecuencias. Hasta las religiones, lejos de sólo informar sobre cuál es la alternativa moral deseable, vinculan a los actos consecuencias tan definitivas como el paraíso o los infiernos.
Es por todo esto, también, que cuando vemos que una acción carece de consecuencias llega la indignación. Ya sea un criminal impune; o un funcionario indolente, cuya falta de desempeño jamás repercutirá en su puesto, sentimos que no debería ser así. Y, al mismo tiempo, precisamente si no hay consecuencias, entendemos que el problema no se solucionará y el que quien actúa mal, huero de castigo, seguirá haciéndolo igual.
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Esta estructura del acto y sus consecuencias es algo consustancial a nosotros, a través de lo que crecemos y articulamos nuestras relaciones. Por eso, quizá aquellas relaciones que llamamos tóxicas lo son, en ocasiones, precisamente porque algunos actos del perpetrador carecen de consecuencias. Por todo eso también, más de uno, quizá todos, deberíamos plantearnos si nuestra actual relación con la política es tóxica también. Porque, en unas proporciones más preocupantes que sorprendentes, me da la impresión de que estamos dispuestos no ya a perdonar, sino a ignorar cualquier acto, mácula o perversión de los que consideramos los nuestros, por el mero hecho de que no vengan los otros a gobernar.
Somos capaces de dejar la pobre gestión, la irresponsabilidad, la mentira o la corrupción sin consecuencia alguna. Porque los otros serían algo peor. Y esto opera por igual, ya se trate de la trágica gestión de las inundaciones; de la involuntaria excarcelación de agresores sexuales; o de la corrupción sostenida en el núcleo del Gobierno; entre muchas posibilidades. Puede que, dignos nosotros, censuremos durante unas semanas lo sucedido, enarcando una ceja, para, al final, ignorarlo en realidad. Así, rompemos la lógica causal de las consecuencias y, al fin, el político entiende, como entendería un niño, que el fuego no quema, y que no lo tiene por qué dejar de tocar. Entiende que no hay límites que no pueda traspasar y que, de verdad, lo único que importa son las siglas, los eslóganes y las apariencias. Sin consecuencias, sin castigo, no tienen por qué cambiar. Pueden, con nuestro apoyo, seguir yendo a peor.
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