La Historia, como maestra ciceroniana de la vida, nos alerta de las enseñanzas del pasado, pretérito con éxitos y fracasos. Parece, pues, muy a propósito en el tiempo en que vivimos traer a colación la primera y verdadera gran pandemia que afligió a Cartagena. Fue en época visigoda, durante la década del 540. A la inestabilidad política se sumaban las causas negativas naturales que precedieron a las pandemias: hambrunas, plagas de langostas, sequías.... que poblaron la ciudad de campesinos hambrientos y multitud de pobres y pedigüeños.
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Con estos prolegómenos apareció la pestilencia en Carthago Nova dentro de la gran pandemia conocida por la de Justiniano que, originaria de Etiopía, atacó Asia llegando a Constantinopla, diezmando la población para tocar las costas mediterráneas alrededor del año 543, extendiéndose por toda Hispania.
A toda pandemia se la conocía como pestilencia, sinónimo de peste. Desde las bíblicas: lepra, viruela, pasando por las de sarampión y bubones hasta las posteriores de paludismo y tifus exantemático; pero ya desde el siglo XIV al hablarse de peste se aludía a la bubónica generalmente, que es precisamente la de la pandemia goda.
Pestilencia porque como en el incendio, los cuerpos son pasto de la enfermedad... y desciende la peste por todo el cuerpo, dice San Isidoro. Refiere, igualmente, que la enfermedad recibe también la denominación de inguinalis, por su preferencia por las ingles, que es de carácter agudo (de 'cutis morbis'), de fuerte contagio ('pestilentia est contagium') y rápida transmisión. Que se debía a la corrupción del aire y afectaba inmediatamente a los órganos humanos, donde tenía sus principales efectos, según la creencia clásica helenística, aunque no descartaba la voluntad divina.
Verdaderamente esta pandemia, aunque haya escasas fuentes descriptivas, tuvo una fuerte influencia letal y hemos aprendido, a través de los siglos y de la evolución de la medicina, que es una afección causada por el bacilo 'Yersinia pestis', vehiculizada por las ratas que se transmite al ser humano por las picaduras de las pulgas infectadas dando lugar a diferentes aspectos clínicos: bubónica, septicémica y pulmonar. Además, el contagio puede ser por vía aérea y por contacto directo con fluidos o materiales contaminados. Su incubación de una semana y de veinticuatro horas, respectivamente en la bubónica y en la pulmonar, y de una letalidad del 30-60% y del 60-100%, según la forma que adopte. Produce una fiebre aguda alta, tumefacción dolorosa en las cadenas ganglionares y gran quebrantamiento general. Muy grave. Actualmente se trata con antibióticos y se prevé con medidas higiénicas, erradicación de los vectores, limpieza de manos y cuerpo con jabón abundante, mascarillas respiratorias, aislamiento...; antiguamente se combatía con pautas de carácter mágico-religioso y otras diversas emanadas del poder público, pero ya existía una medicina científica que en nada era un nuevo conjunto de «supersticiones y hechicerías», rechazadas asimismo por San Isidoro, que nunca negó la realidad de médicos y medicina en la Hispania visigótica.
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Realmente la pandemia, que tuvo una duración de dos años y cuatro rebrotes posteriores menos violentos, significó un fin de época, un enorme reto por su incidencia en la sociedad, y precisó de una gran réplica que afortunadamente el Imperio Bizantino, sirviendo de ejemplo a otras naciones atacadas, se aprestó rápidamente para sobrevivir, superarse y perpetuarse varios siglos más. A pesar de las diligentes resoluciones adoptadas, dentro del conocimiento de la enfermedad en el momento, el debilitamiento del Imperio fue de tal magnitud, con cuatro millones de muertos, que indirectamente la pandemia facilitó el desarrollo de los reinos bárbaros en Europa, con sus nefastas consecuencias.
Carthago Nova, la ciudad con el mejor puerto natural del Mediterráneo y de más tránsito, con sus dos mil quinientos habitantes, con los límites y organización de la romana, no se quedó atrás, apostando decididamente por el futuro. Se organizó y acondicionó a la nueva etapa sobrevenida, superando calamidades y miserias, la caída de salarios por la escasez de la mano de obra, la paralización del comercio y productividad, remontando la inflación que, no obstante, duró decenios.
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Alumbrados en ella: Leander, Fulgentius, Florentina e Isidorus, los cuatro místicos ríos del paraíso de la Iglesia Católica –como los denominó el P. Herráiz–, que después pilotarían el prerresurgimiento cultural de Hispania constituyéndose en foco para todo occidente; y, ya, con el nombre de Carthago Spartaria se convertiría en la capital de la Spania bizantina durante setenta años, tras la invasión de los imperiales.
Esta fue la aportación de la ciudad, el revulsivo a la primeria pandemia que sufrió. Confiemos esperanzados en el que debe surgir de esta última, para no quedar autoaniquilados por la ignorancia de los propios fundamentos históricos, aspirando hoy, más que nunca, en plena era digital, al conocimiento del Bien, de la Verdad y de la Belleza, parafraseando a Platón.
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