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Esta peste disfrazada de coronavirus

ARTÍCULOS DE OCASIÓN ·

Lo peor de todas las pandemias es que siempre vinieron acompañadas de la muerte, el hambre y la guerra, y hoy hay que añadirle la ruina económica

Sábado, 28 de marzo 2020, 02:40

Como ahora tengo tanto tiempo libre en mi doble condición de jubilado y confinado, me he especializado en historia de las pandemias, el más grande azote de la Humanidad desde que el mundo es mundo. Todas han sido letales y aunque cíclicamente se presentan con distintos disfraces, persiguen el mismo objetivo. En sus reiteradas apariciones penetran por las vías respiratorias de los humanos para cargarse a medio mundo, o más. Ya les digo, las pandemias son como el 'Bolero' de Ravel, esa melodía obsesiva repetida una y otra vez en do mayor 'in crescendo', hasta su estruendoso final en mi mayor. Del miedo creciente, al triunfo de la muerte.

La doctora en Filología Clásica y profesora de latín y griego, Aurora Amorós, me remite a Tucídides en su 'Historia de la Guerra del Peloponeso donde narra la peste de Atenas (430 a. C.)' de efectos tan parecidos a este coronavirus de ahora. «No se recuerda –dice Tucídides– una peste tan terrible y una tal pérdida de vidas humanas, donde los médicos desconocían la naturaleza y origen de la enfermedad y careciendo de medios, fueron los primeros en tener contacto con los enfermos y por tanto, en morir». Igual que en 2020, sin mascarilla, ni gel que llevarme a las manos, como yo.

Dando un salto histórico llegaremos hasta 1348. Ahí estará la peste medieval, negra o bubónica. La terrible causante de la muerte de más de un tercio de toda la población europea durante ese periodo tan tenebroso, sórdido y devastador. Pero el más difícil todavía se alcanzó con la llamada gripe española de 1918, la pandemia más devastadora de la historia humana, transformada en el virus letal que exterminó a cuarenta millones de personas. No pudo ser más trágico, porque la gripe española comenzó ese verano y enlazó con la Primera Guerra Mundial que terminó en noviembre de ese mismo año, por lo que deberemos sumar otros 17 millones de muertos.

En estos días de confinamiento deberíamos descubrir el valor real de las cosas pequeñas

He vivido tanto y tan intensamente, que no tengo necesidad de remontarme tan atrás, porque he sido testigo de múltiples pandemias que han causado las mismas o parecidas patologías y que, al igual que el coronavirus, siempre apuntaron a la misma diana fatídica: las vías respiratorias humanas. El pánico que provocaron la gripe asiática de 1957 con un millón de muertos, el ébola de 1976 y el virus del sida de 1980; la gripe aviar que nació en Hong-Kong en 1997 con las aves de corral contagiando a los humanos, y la gripe porcina de 2009 que vino de EE UU y, mire usted por dónde, que fue el hombre quien contagió inicialmente a los marranicos, y estos nos devolvieron la pelota.

Lo peor de todas las pandemias es que siempre vinieron acompañadas de la muerte, el hambre y la guerra, y hoy hay que añadirle la ruina económica creada, el paro indefinido y el éxodo global de los vencidos. A lo largo de la Historia casi todas las pandemias se interpretaron como un castigo divino infligido por los pecados cometidos por la Humanidad. El responsable era un Dios terrible y justiciero, que además de matarte, te mandaba 'in secula seculorum' a la condenación eterna. En estos tiempos del coronavirus Covid-19, en que las creencias están bajo mínimos, es difícil interpretar a quién deberíamos atribuir este castigo, si al de la espada flamígera no, podríamos atribuírselo al sistema agnóstico, ya que las pandemias siempre fueron igualitarias. Afectaban por igual a hombres y mujeres, ricos y pobres, doctos y campesinos, jóvenes y viejos. Como ven, todos eran víctimas por igual. Nadie estaba a salvo y, aun estando sanos, morían en dos días. Ahora no. Los elegidos son los viejecicos, con lo cual el sistema agnóstico aligera vertiginosamente la nómina de las pensiones.

Lo más grave de ahora es que la ciencia se ha quedado con el culo al aire en 2020, disponiendo de tantos progresos y medios. Incapaz aun de dar con la tecla de una vacuna después de tanto tiempo transcurrido; sin capacidad para remediar la escasez de estructuras; ni aplicando antes medidas preventivas; ni medicación adecuada suficiente para frenar la sangría humana y económica ocasionada por esta nueva y terrible variedad de 'influenza'.

Sé muy bien que esta puede ser la inevitable última encrucijada vital para muchos. Aquellos que nunca más volverán a vivir su pasada hora de 'esplendor en la hierba'. Pero aun así, confinados como están, yo les recomiendo que no tengan miedo. «Huyamos, decían, sin saber que la peste irá con ellos», como les pasaba a los personajes de 'La peste', de Albert Camus. No hay que huir despavoridos, evitando así que nos suceda lo del viejo cuento oriental. De nada sirve abandonar Bagdad y escondernos en Samarcanda, porque es allí donde nos esperará.

Al contrario. En estos días de confinamiento deberíamos descubrir el valor real de las cosas pequeñas y los bienes que nos están reportando. El confinamiento ha reducido a la cuarta parte la contaminación de las ciudades; las aguas de los canales de Venecia discurren limpias y transparentes; ha nacido el teletrabajo en muchas empresas; he aprendido a hacer las camas, poner y quitar la mesa, cargar y descargar el lavavajillas y reciclar la basura; he aprendido también a estar en casa sin aburrirme y a hablar mucho con mi mujer; salgo al balcón para aplaudir; mis hijos y nietos hablan en grupo con nosotros por videoconferencia; he terminado mi libro 'Breviario de supervivencia' y todos los días le doy gracias a Miguel Gázquez, el repartidor de LA VERDAD que me trae el periódico, y al Dios misericordioso por mantenerme vivo. Y aun así me falta tiempo. Véalo todo en positivo. Mientras que el cuerpo aguante.

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