A los iconos se les venera por su simple presencia. El creyente se acerca a ellos con una mezcla de fascinación y de miedo. Tienen ... el poder de curar las enfermedades más mortales, de hacer que los paralíticos corran maratones. Tras los iconos guardan fila una corte de los milagros, pedigüeños, lisiados, convictos y demás lumpen, en busca de soluciones. Suelen adorarse en capillas, tras la majestad de una reja y el humo azulado de las velas que los devotos han ido dejando. En el Imperio Bizantino, la moda de los iconos llegó hasta tal punto que el emperador, León III, prohibió su exhibición pública. La gente juraba haber visto llorar lágrimas de sangre a la Virgen y a los mosaicos de Cristo de las iglesias les crecía el pelo de la barba y las uñas. El saldo fue un par de siglos de destrucción de imágenes. Pero la fuerza de los iconos volvió a llenar de esperanza el corazón de los creyentes.
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Conocía el viejo gobernante de Constantinopla el peligro que ocultaba una creencia tan acérrima al icono. La población había dejado de creer en el concepto de Dios para entregarse a un éxtasis herético. Ahora confiaba en el efecto milagroso de la pintura sobre tabla, en el tejido de las casullas de los curas, en las teselas de los mosaicos que visten los ábsides. Se había instalado en el imperio la superstición, que no la fe limpia y pura. Se había vaciado el significado de Dios. La Virgen no era nada sin su manto azul. Cristo apenas parecía un mendigo sin los clavos sangrantes, sin la corona de espinas. En tal banalidad cayó el mundo, adorando imágenes sin importar el verdadero significado que encierran.
Si hay algo que caracteriza a nuestro tiempo es la importancia de la imagen. ¡Han vuelto los iconos! Esta época estelar para la inteligencia ha desarrollado dependencia entre la masa y la imagen. Ya nada existe si no sale en televisión o a través de una pantalla de móvil. Creímos que la laicidad del Estado traería un pensamiento crítico, apartado de la veneración religiosa de los símbolos, pero nos encontramos precisamente en la sumisión más absoluta. Es la que hace que en la cadena pública, una reportera grite a la cara al presidente del Gobierno: «¡Eres un icono, 'presi', te queremos!». No había visto tanta exaltación ante la divinidad desde la toma de Jerusalén por los cruzados. Y todo con dinero público, queridos lectores.
Inés Hernand podía haberle dicho (sin gritar, por supuesto, que el micrófono de RTVE merece respeto y elegancia), por ejemplo, que cómo se sentía su señoría en un día tan duro para un dignatario, tras el infame asesinato de dos guardias civiles a manos de narcotraficantes en Barbate. Podría haberlo hecho, claro. O cuál era su postura sobre los miles de agricultores que se manifestaban por toda España. También a las afueras del pabellón que acogía los Goya. Preguntas que se han quedado en el alero. Pensarán ustedes que soy un aguafiestas. Que el sábado celebramos el día del cine y que no podemos movernos del guion. Pero verán ustedes, salieron tantos temas a relucir durante la gala, hubo tantas protestas e intentos de barricadas dialécticas que eché de menos precisamente los temas anteriores. Eso y el Sáhara, claro, que ha pasado de ser un fijo sobre el escenario (con banderas y pegatinas) a convertirse en un huésped incómodo que nadie quiere mencionar.
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Sánchez se ha convertido en un icono para la izquierda española. Lo demuestra su electorado, la masa que ha dejado de ser crítica para convertirse en religiosa. Solo así se explica que Inés Hernand, tan defensora del feminismo, alguien que no duda en descubrir el machismo detrás de cada conversación, llame icono y le jure amor al presidente del Gobierno que benefició a más de mil violadores y pederastas bajo su mandato. Eso se llama sumisión. Peregrinos de la religión en la que se ha convertido la izquierda, cuyos fieles hoy justifican amnistiar delincuentes acusados de terrorismo, malversación, intento de golpe de Estado y ayer clamaban pulcritud frente a las puertas del Congreso.
No hay otra forma que logre explicar lo acaecido en la gala de los Goya y, por extensión, lo que lleva sucediendo en este país en los últimos cinco años. Pedro Sánchez ha suplantado el ideal de izquierdas por su propia imagen. Se ha erigido en un icono. El votante de izquierdas ya no busca en él políticas justas, igualdad social o leyes que protejan a los más débiles. Solamente necesitan su presencia para justificar el voto. Por eso es indiferente que se desdiga en cada requiebro, que cambie de opinión ante cada micrófono. Es el icono de un país que camina hacia la sacralización. En breve, jurarán que la imagen de Sánchez llora sangre y le crece la barba.
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