En aquel momento solamente podía pensar en Fellini y en la destrucción del arte, de la memoria de los hombres. Caminaba por la Domus Áurea, ... soterrado por veinte metros de tierra, piedras, mármol y olvido. Veinte metros y más o menos dos mil años, que pesan más que todos los materiales juntos. Me acordé de 'Roma', la película del director italiano, en una galería que conducía hacia las estancias de Nerón, decorada con frescos de delicados colores, blancos apenas oscurecidos por la humedad, rojos tan intensos como debían ser las túnicas de los emperadores y azules marinos. Solo en 'Pompeya' he visto algo así. En la primera escena del film, unos obreros que construyen la línea de metro derrumban una pared y descubren una galería llena de pinturas murales. Al contacto con el oxígeno, se ve cómo los colores se van quemando, como una estrella fugaz. Siglos de silencio para desaparecer ante los ojos de unos trabajadores que no habían ido a un museo en sus vidas. Así me sentí, tapándome la boca para que el aire que salía y entraba por mi nariz no quemase aquellas escenas cotidianas que mandó construir, tiempo atrás, un tipo al que intentaron borrar de la memoria.
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La historia de por qué esas pinturas siguen ahí, adheridas a la pared para demostrarnos la belleza y el milagro que fue la Roma imperial, me hizo reflexionar mucho, en mi camino por pasillos arqueológicos. La Domus Áurea no es un lugar muy visitado, a pesar de encontrarse a un costado del Coliseo. Su descubrimiento es relativamente reciente, porque el palacio de Nerón fue sepultado a las pocas décadas de la muerte del emperador. Se vaciaron sus estancias, robaron sus mármoles, sus estatuillas de oro del Nilo, sus dioses menores, y construyeron otras Romas encima. A Nerón le infligieron el peor de los castigos, le aplicaron la 'Damnatio memoriae', es decir, borrar del recuerdo colectivo cualquier atisbo de su paso por la tierra. Quisieron que Nerón nunca hubiese existido y se esforzaron por eliminar su huella por este paréntesis que disfrutamos, como llamó Benedetti a la existencia. Golpearon sus bustos, quemaron sus papiros y rayaron su efigie de todos los muros. Los senadores quisieron reparar así el mal que había hecho un emperador que tildaron de loco por incendiar la ciudad y convertir su palacio en una bacanal constante.
Poco importa si Nerón fue un loco o un hombre cabal. Es emocionante pasear por las mismas estancias donde un emperador romano le tocaba el culo a un esclavo nubio, o donde echaba de comer a los tigres, si hacemos caso al retrato hollywoodiense que pinta a Peter Ustinov como un amanerado. Tal vez pasó la mayor parte de su vida estudiando, componiendo bellos poemas o tocando la flauta para deleite de los invitados a la cena. La historia de Nerón nos la han contado historiadores que escribieron sus obras años después, y bajo la égida de una dinastía distinta, los Flavios, que quería poner distancia con los Julio Claudios.
Todo está en la memoria, pensaba girando por una galería plagada de frescos con motivos mitológicos y aves egipcias posando su vuelo sobre el 'Opus caementicium'. Todo depende de ese artilugio tan humano y que tantos dolores le ha dado al mundo: la fama. En la antigüedad hubo hombres que enloquecieron con tal de dejar su traza en el territorio que habitaron, una forma de inmortalidad con la que se consuelan, tal vez, los que no aceptan la fugacidad de la vida. Que estamos de paso, que el pestañeo de una mirada equivale a una medida razonable del paso del tiempo uno lo va asumiendo poco a poco. Hace un momento me dolía respirar por si consumía las últimas intimidades de Nerón y ahora escribo esta suerte de reflexión sobre la vida, la muerte y unos colores que no me quito de la cabeza. Al final, pocas cosas permanecen.
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Por suerte, la 'Domus áurea' sí lo ha hecho. El destino quiso destruir el faro de Alejandría, las maravillas del mundo antiguo (salvo la pirámide de Keops) y por supuesto, lo que construyeron encima del palacio de Nerón, cuyos restos son hoy bancos para turistas que miran el móvil y rezuman aburrimiento en forma de sudor. Pero lo que valió ayer para los emperadores romanos sirve hoy para los romanos que somos en la actualidad. La historia persevera como la gota de agua que corroe el mármol. Siempre está ahí, a pesar de que se intente ocultar. Resulta difícil borrar el pasado, por más que la arrogancia humana nos convierta en dioses menores. Algunos ya declinan en sus últimas noches de verano, recitando panegíricos electorales. Su tiempo, el de la fama, el del poder, está a punto de pasar. ¿Pero qué 'Domus áurea' dejarán para la posteridad estos nuevos Nerones que nos gobiernan?
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