Mapa sin mundo

PP y PSOE: las vitaminas de Vox

Domingo, 12 de octubre 2025, 07:52

El crecimiento de Vox no parece tener techo. En regiones como las de Murcia, los estudios demoscópicos ya lo colocan como segunda fuerza en intención ... de voto, por encima del PSOE y pisándole los talones al PP. En algunas encuestas de ámbito nacional, la ultraderecha supera el 20% de estimación y se aprovecha de un trasvase de votos desde los populares que ha encendido todas las alamas en Génova. Incluso personas que siempre han tenido una mentalidad abierta y se los podría considerar como 'progresistas clásicos', de toda la vida, reconocen en privado su voluntad de votar a Vox: «Al menos tienen dos o tres ideas claras. De los demás no me fío». El populismo devora a España mientras los dos grandes partidos, PSOE y PP, en lugar de servir de cortafuegos, se han convertido en los grandes pirómanos de la escena pública.

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Efectivamente, los denominados partidos sistémicos constituyen, en la actualidad, los grandes y principales culpables del crecimiento de la ultraderecha. Su incapacidad para solucionar los grandes y acuciantes problemas de la sociedad –la vivienda por encima de todos, pero también el empleo y los salarios paupérrimos, el deterioro de la Sanidad...– ha dejado un amplio terreno sembrado para el crecimiento del populismo y sus soluciones fáciles e incendiarias. PSOE y PP llevan, desde hace unos años, practicando lo que podríamos dar en llamar una 'política de sustitución simbólica'. ¿A qué nos referimos con esto? Por medio de este concepto se quiere señalar la deriva de los grandes partidos hacia una forma de acción política que reemplaza la resolución efectiva de los problemas estructurales por gestos simbólicos destinados a reafirmar identidades ideológicas. En lugar de implementar 'políticas materiales' –vivienda, empleo, redistribución–, PP y PSOE se limitan, en sus diferentes ámbitos de gestión, a ofrecer 'políticas de reconocimiento performativo' dirigidas a sus bases más fieles. Este vaciamiento del contenido pragmático genera un vacío de representación, que es inmediatamente aprovechado por la extrema derecha mediante un 'relato de culpabilización' –dirigido sobre todo a la población inmigrante–, capaz de canalizar el malestar social. Mientras la edad de emancipación de los jóvenes aumenta y la vivienda se convierte en un sueño imposible para muchos de ellos, PP y PSOE perseveran en un 'gestualismo ideológico', caracterizado por la teatralidad del discurso político vacío, y que está orientado a satisfacer al militante pero no al ciudadano. Recordando a pensadores como Byung-Chul Han o Zizek, podríamos hablar de una alarmante 'desmaterialización de la política': esta ha perdido su espesor material y se ha convertido en un espectáculo de signos –un campo de desmaterialización donde el conflicto social real ha sido sustituido por la mera gestión del significante–.

El indicador más preocupante de cuantos confluyen en el crecimiento imparable de Vox es que constituye la fuerza más votada entre los jóvenes menores de 29 años –también en Cataluña–. Y aquí es donde, más que en ningún otro parámetro, se aprecia el daño causado por el 'ensimismamiento simbólico' de PP y PSOE. Aquello que de atractivo encuentran los jóvenes en la ultraderecha es una suerte de 'populismo nihilista'. Con esto, nos referimos a una forma de adhesión política contemporánea caracterizada por la negación del presente y la ausencia de proyecto de futuro. Muy lejos de articular una utopía o una propuesta transformadora, el populismo nihilista de Vox vehicula el malestar juvenil en la forma de una 'energía destructiva' –esto es: una pulsión de derribo frente a un orden percibido como hipócrita, inerte y sin horizontes–. Vox no promete nada a los jóvenes, pero al menos rompe algo: ese es su atractivo. Su fuerza radica en convertir la 'política de la negación' en la única certeza posible. El 'no' –al inmigrante, al gay, al feminismo, a Europa, al ecologismo...– se ha transformado en la única certidumbre a la que los jóvenes creen posible agarrarse. Para los jóvenes –atrapados entre la precariedad estructural y la inflación del simbolismo vacío de contenido–, este 'discurso del no' funciona como una especie de 'empoderamiento negativo': no pueden construir, pero pueden negar; no pueden cambiar el sistema, pero pueden insultarlo, menospreciarlo, vengarse de él. No en vano, la decantación de los jóvenes por Vox pone de manifiesto el éxito de una 'política del resentimiento generacional': la ultraderecha se nutre de una frustración epocal, surgida del sentimiento que tienen muchos jóvenes de haber llegado tarde a un mundo que ya no les ofrece lugar ni oportunidades. Lo paradójico es que la respuesta a este estado de frustración epocal –o formulado con otras palabras: de 'melancolía reaccionaria'– ha sido transformado por Vox en una seña de identidad de la que presumir ante generaciones anteriores, concienciadas de un espíritu democrático. Cuando hablas con adolescentes y veinteañeros, percibes la manera en que alardean de un 'fascismo cool', que les sirve de identidad generacional y que confunde fatídicamente la transgresión con el odio. En realidad, esta juventud ultraderechista no añora un pasado concreto, sino la sensación de sentido perdido; ese sentido que las grandes y tradicionales fuerzas políticas no han sabido darle. PP y PSOE son el centro de producción de vitaminas de Vox. Su flagrante incapacidad de gestión nos está abocando al infierno del odio como una esperanza posible para la sociedad actual.

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