Algo que decir

Nunca me fui del paraíso

Uno lleva su paisaje sentimental a los lugares donde se desplaza y no se olvida nunca de los amigos

Miércoles, 7 de junio 2023, 01:10

Una tierra donde se respeta la cultura, la amistad y el bien vecinal, aunque se halle en el centro de la huerta de Murcia, aunque ... sea una pequeña pedanía como Zarandona, cuyos habitantes parecen a veces aislados del tráfago humano, salvo cuando uno los conoce y entiende que el aislamiento es elegido libremente, porque son ellos los que viven, en el fondo, en la capital desde siempre mientras que la ciudad cercana, Murcia, solo es en muchas ocasiones una pedanía más, un lugar apartado del mundo. Aunque hace cinco años que salí de allí, donde pasé un cuarto de siglo, dejé un buen puñado de amigos, entre los que no puedo dejar de mencionar a José Francisco Hernández y a su familia y a Juan Carlos Chacón. Allí nacieron mis hijos y escribí todos mis libros, tal vez por eso la otra noche entendí que nunca me fui del todo del paraíso, porque ese es un cometido imposible, porque uno lleva en el corazón lo mejor de los lugares donde estuvo y de los amigos que hizo.

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Sentados en la pequeña terraza de un bar de la calle principal, donde tantas veces habíamos mantenido conversaciones hasta la madrugada, después de un conmovedor recital de poesía, donde los escritores Soren Peñalver, Teresa Vicente, Marisa López Soria, Carmen Gallego, José Cantabella, representado por su viuda, la pintora Carmen Cantabella, y un servidor habíamos leído durante un par de horas nuestros propios versos ante un público exquisito y muy atento, nos percatamos de que en muchas ocasiones la literatura sirve para obrar el milagro de tocar el cielo por unos instantes al menos, de sentirnos conformes con nosotros mismos y con nuestros semejantes, de habitar el mundo que nos ha tocado con la alegría de sabernos predilectos.

Una emoción parecida, la de pertenecer a una pequeña comunidad de elegidos en la religión de la amistad y del arte. Nos habíamos reunido en el centro cultural de Zarandona a instancias de su junta vecinal y de un grupo de vecinos muy interesados en el tema, entre los que debo mencionar a mis amigos José Francisco Hernández y Juan Carlos Chacón, para recitar nuestros poemas y compartirlos con la mejor gente del mundo. Luego serían las viandas y el vino, tras los versos y la lluvia, lo que nos ocuparía hasta la madrugada en aquella terraza de la calle principal con el aroma a humedad y a jardín en primavera, las conversaciones animadas y la alegría de una invitación que siempre realizaron nuestros amigos, con el gusto y la hospitalidad de la gente de la huerta. En algún momento de la noche me percaté de que yo continuaba en aquellas calles, de que en cualquier instante cruzaría por allí con un libro en las manos o con el cochecito donde paseaba a mis hijos, porque mi cuerpo y mi espíritu permanecían en uno de los pueblos donde mejor me habían tratado, por la sencillez, la cortesía y la generosidad de sus habitantes. No sé si nosotros le dimos esa noche lo que merecían, leímos nuestros textos, confraternizamos con la inocencia de unas personas acostumbradas a vivir fuera del mundo y sus pasiones, en la burbuja inocente de un edén intocable con el que nos habíamos fundido mientras leíamos nuestros poemas con el mayor de los respetos.

Ahora sé que nunca me fui de Zarandona, aunque resida hace cinco años en mi piso del centro de Murcia y ya no transite a diario las calles cercanas y entrañables de la pedanía, porque uno lleva su paisaje sentimental a los lugares donde se desplaza y no se olvida nunca de los amigos, que tantas veces lo salvaron de la soledad y de la murria. Tanto que cuando vuelve a verlos, les pregunta por la familia, por la salud y por los últimos avatares, como si apenas hubiesen pasado unos días desde que estuvieron juntos la última vez y todo permaneciera igual, porque tenemos la conciencia y la certeza de que el paraíso siempre nos esperará y de que nunca nos fuimos de él.

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