Por fortuna ya dejamos atrás aquella especie estúpida de que los hijos eran una bendición de Dios y de que venían al mundo con un ... pan debajo del brazo, pues si aquel existiera sus bendiciones tendrían que ver más con la salud de toda la familia, con su bienestar y con la buena educación de los más pequeños, que nunca es fácil y nunca parece estar terminada del todo. Uno tiene la suerte de que le han salido los hijos templados y listos por mero azar, de hecho, me han felicitado alguna vez en mis estancias de verano en los apartamentos ocasionales donde hemos pasado unas semanas, y con orgullo de padre lo consigno aquí.
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En la escuela solían ir muy bien, sacaban buenas notas y su comportamiento era ejemplar, aunque yo siempre insistí más en la segunda parte, y las actividades extraescolares las resolvían con brillantez, una en al apartado de la danza y el otro, en la música y en el deporte. Durante unos años cruzamos los dedos porque nunca se sabe y porque es mejor estar prevenido, pero ellos seguían a lo suyo y no podíamos reprocharles lo más mínimo. Incluso cuando salían de fiesta eran moderados, actuaban con prudencia y ambos me sorprendieron en alguna ocasión haciéndose cargo de algún amigo al que le había sentado mal el alcohol. A cambio, en mi casa nunca los vi con un mal gesto. Mi hijo solía salir más y la niña era más comedida, de manera que muy pronto llegaron las novias y yo no tuve nada que decir ni su madre tampoco, porque todo transitaba por la vía correcta, persistían en ofrecer la imagen modélica de los hijos bien educados. Mi hija acabó Enfermería y no ha parado de estudiar másteres y cursos de postgrado, aunque de vez en cundo trabaja y se gana un jornal. Mi hijo hace años que se dejó aparcada la ingeniería. Se dedica a la música, ha publicado un par de álbumes en Madrid y está estudiando Arte en la Uned; trabaja como profesor, vive en la capital con su novia y viene a Murcia de higos a peras, aunque alguna vez yo también he ido a verlos. Mi hija come en mi piso todos los miércoles y me nutre de entusiasmo en esta edad en la que un padre necesita de los besos y de los abrazos de su hija más que del aire, y no, pensándolo bien, no tengo queja alguna de ninguno de los dos. Son muy distintos, pero han heredado la raza de su madre y de su padre y con esto han llevado a cabo un viejo mandato de la especie. Posiblemente sea este el único propósito de que los hijos vengan al mundo, no a satisfacer los deseos de su progenitores, no a estudiar las carreras que a ellos les hubiesen gustado estudiar, no a cumplir con la causa de un orgullo tan viejo como repetido hasta la extenuación. Pero uno descubre que su orgullo de padre no estriba en los éxitos materiales de sus retoños y, cuando echa una mirada atrás, se acuerda del peligro de aborto que sufrió la madre con la nena una noche de hace un par de décadas y de los muchos desaires de cachorro masculino que padeció el padre con el nene, porque este debía afianzar su masculinidad; de las graduaciones, de las buenas notas, de los libros que los entusiasmó, de los días de vacaciones y de lo mal que comía la pequeña, del dolor que provocaban sus enfermedades y de las noches en vela. Pero, de repente, todo se convierte en nada cuando recuerda la noche en que el hijo casi se ahoga por una laringitis aguda y del terror que se apoderó del padre mientras conducía el coche en dirección a urgencias del hospital más cercano sin parar en los semáforos. Pero ya ha pasado todo, nadie sabe lo que viene a continuación, todos confían en que siempre será mejor, porque los hijos a veces son una inversión en entusiasmo y en la vejez son una recompensa, o eso decían en mis tiempos.
Recuerdo cuando la niña no comía nada y cuando mi hijo apenas si podía respirar aquella noche, y me digo que lo peor parece haber pasado ya, que están en camino de saber en sus propias carnes lo que todo esto significa y les deseo que tengan tanta suerte, al menos, como he tenido yo.
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