Hace tiempo que sufro por un montón de cosas de las que no tengo culpa, ya que pertenecen a ámbitos fuera de mi alcance. Aunque ... no soy tan viejo ni me he rendido todavía, me gustaría descansar, que me dejaran tranquilo, que no me acosaran tanto y que no me exigieran el rigor tecnológico de la nueva época. Pertenezco a un mundo analógico donde aprendíamos el francés de las luces, que además nos servía para entendernos en la Francia laboriosa y humilde de nuestras vendimias. Más allá estaba el mundo clásico, el latín y el griego, lenguas de donde procedían la nuestra y que nos ayudaban a entender la cultura entera y, por supuesto, la historia, la literatura y arte. Llamábamos a todo eso humanidades y nos sentíamos orgullosos de esa denominación porque procedía de la palabra hombre.
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Lamento que nada de todo esto nos sirva ahora. Anoche debí de pulsar sin querer un botón del mando de la tele y desapareció de repente el sonido. Cansados mi mujer y yo de no oír nada durante bastantes minutos, acudimos por teléfono a uno de sus hijos, que muy pronto resolvió a distancia el problema, y así me ocurre con todo, con las aulas virtuales de mi trabajo en la universidad y en el instituto, en las que pongo las notas, paso lista y guardo sus archivos, con esa clave que me identifica ante la administración, con la reserva del hotel de este verano, con el código QR, que ya vale para todo, con las compras por internet y, sobre todo, sobre todo con la lengua inglesa, que lo infecta absolutamente todo y de la que ya no podremos librarnos nunca.
Me da la impresión a veces de habitar una distopía en la que de un modo paulatino e inevitable terminarán acabando conmigo, sin piedad, como hace la naturaleza con las especies que ya no tienen una función clara, o a las que ha exterminado un cataclismo como a los dinosaurios. Pues bien, ahora nos ha tocado a nosotros, al menos a mí y a unos pocos conocidos con los que comparto esta angustia creciente, porque ya no es que nos sintamos inútiles en un mundo que empieza a apartarnos, sino que nos sentimos mal, diferentes, extraños, pasados de moda y bastante torpes, aunque demos clase en universidades e institutos, pasemos consulta en hospitales o hayamos escrito más de veinte libros. Porque lo que importa ahora es entender la página web donde vamos a reservar unas entradas para el teatro, recordar el 'password' de turno o la clave que solo has usado un par de veces y que te preguntan de un modo inesperado en cualquier operación cotidiana, llegar hasta el final en la reserva de la habitación de un hotel.
Ha llegado el momento de protestar por tanto impedimento y traba para hacer cosas sencillas
Creo que ya estoy en condiciones de decir no, no lo sé, no lo entiendo, no puedo hacerlo, hasta aquí hemos llegado. Ni siquiera quiero pelear por una dignidad humana que ya no me dice nada, porque no saber hacer determinadas cosas, no conocer un millón de ideas o de datos, o sumirse en el olvido, no es bueno ni malo ni todo lo contrario, forma parte del desgaste natural de la edad y, aunque la mía no sea provecta en exceso, ya voy pa viejo, como decían nuestros mayores, y eso es antes un galardón que un defecto, al menos debería serlo.
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Ha llegado el momento de protestar por tanto impedimento, tanto engorro y tanta traba para hacer las cosas sencillas que hemos hecho toda la vida, como llamar a un hotel y reservar unas habitaciones o una mesa en un restaurante o la hora de la visita del médico y tantos asuntos para los que hoy necesitamos perder una mañana. Mi última peripecia al respecto la viví el otro día mientras intentaba conseguir mi firma digital para ultimar unos papeles del instituto. Recordé por un segundo que todo aquello con lo que me estaba liando era un camino para facilitarme las cosas con la administración. Al final casi me echo a llorar de mera impotencia.
Y menos mal que tenemos a nuestros hijos para resolver muchas de estas cuestiones.
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