Al ser humano, sobre todo y más concretamente a los españoles, nos han gustado desde siempre los aspectos grotescos de la vida, la caricatura, lo ... estrafalario, lo risible, incluso lo monstruoso. Por eso contamos entre nuestros grandes escritores a figuras como Juan Ruiz, Francisco de Quevedo o pintores como Goya y tenemos el esperpento de Valle-Inclán como una de nuestras grandes creaciones artísticas y literarias; porque hemos logrado vislumbrar el horror y la fealdad moral y física desde una perspectiva crítica y humorística que en ocasiones podría dañar la sensibilidad del espectador, como anuncian a veces los locutores del telediario antes de una de esas terribles noticias del mundo.
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Me viene a la cabeza esta reflexión cada vez que veo esos programas de la tarde donde los famosillos de turno venden sus miserias por un buen pico; es entonces cuando me acuerdo de la familia de Pedro Gailo, un sacristán, casado con Mari Gaila, y que tienen juntos una hija, Simoniña. La hermana de Pedro Gailo muere, dejando a su engendro, Laureaniño el Idiota, un enano hidrocéfalo que es expuesto en las ferias por sus familiares para conseguir dinero. Se lo disputan a tal fin la hermana de la difunta, Marica, y los Gailos. Cuando la esposa del sacristán, Mari-Gaila, se va con su amante Séptimo Miau, un grupo de gente emborracha al enano hasta matarle, desencadenándose los acontecimientos dramáticos.
No es necesario leer más, estamos ante una de las obras cumbre de la historia de la literatura española, y su clave anda en torno a la figura de una criatura deforme de la que un grupo humano pretende sacar todo el provecho posible exhibiéndolo públicamente y pidiendo a cambio dinero.
No tengo que decir que este esperpento causa en los lectores sensibles una impresión brutal, porque al fin y al cabo Valle fue un escritor exquisito, capaz como Quevedo y como el Arcipreste de combinar la belleza literaria y la generosidad humana con la vileza y la iniquidad más insólitas y sorprendentes; desde aquel excelso Amor constante más allá de la muerte, las graciosas y atrevidas serranas, los amores de Don Melón y Doña Endrina hasta el atroz retrato de Don Pablos, en 'El Buscón' o el relato de la ejecución del padre y las desdichas de la madre. Una corriente literaria y una expresión artística muy españolas que aboca en la creación del esperpento, en las películas de Buñuel, Berlanga y Álex de la Iglesia y que también tiene su presencia, aunque camuflada, en la televisión, porque este medio pasa casi desapercibido en la cotidianidad y ya forma parte de nuestros hábitos diarios. Apenas le damos importancia, aunque nos ocupa buena parte de nuestro tiempo.
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Reconozco que ciertos programas de televisión pueden tener efectos diferentes en diferentes espectadores y que no todos están preparados ni para procesar algunas páginas del 'Buscón' ni para leer algunos capítulos de la obra de Valle, y menos aún para seguir esos eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa, como diría el inmortal Mairena, y cuyo relato nos suelen contar todas las tardes en estos programas infames de cuyo nombre no quisiera acordarme.
Alguno se escandaliza de las miserias humanas y sexuales que nos cuentan cada semana y por las que cobran un buen pico sus protagonistas, y la gente de bien suele echar pestes con buen criterio de todo esto, como si pudiera salpicarles tanta bazofia en algún monento, aunque en el fondo solo son la manifestación televisiva del alma española, o al menos de una buena parte, de aquellos que les espanta un cocodrilo, una rata o una serpiente y les excita verlas en un zoo, porque para eso está el zoo, para ver las fieras, salvajes o repugnantes, a salvo y desde una distancia prudente.
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Aquel enano hidrocéfalo metido en un carro era el negocio rentable de unos míseros indigentes que lo exponían al jolgorio público y al escarnio. Era su negocio y el genial escritor gallego parecía que nos estaba incluyendo a todos, a esta España de mamarrachos y arpías que se asoman a la televisión cada día no para divertirnos, sino para degradarnos como personas, para alienarnos como seres humanos y convertirnos en enanos risibles e indecentes, en guiñoles fantasmagóricos.
Aunque yo sigo esperando a un Quevedo, a un Cervantes o a un Valle-Inclán para ponerlos en su sitio al fin.
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