Nunca antes hemos escrito tanto, ni siquiera en aquella época en que se escribían numerosas cartas, memorandos, billetes y notas varias, porque no se disponía ... de otro procedimiento para comunicarse que el papel y la tinta. Hoy lo hacemos en dispositivos electrónicos, pero lo hacemos varias veces al día, y lo hacemos todos, desde el niño de ocho años hasta el abuelo de ochenta. Sobre la conveniencia y las ventajas de este desmadre informativo podríamos disertar durante horas o durante días, pero lo que a mí me provoca es el pasmo de este exceso de palabras a cualquier hora del día y la exposición a la que estamos sometidos constantemente. Una apreciación inocente constataría que la tecnología impera en nuestras vidas porque estamos sometidos a ella, pero un análisis más cuidadoso nos llevaría a otro argumento: nunca antes hemos estado expuestos ante los demás de este modo, nunca nos hemos jugado nuestra inteligencia y nuestro conocimiento gramatical, nuestra corrección ortográfica hasta el punto de no ser conscientes del ridículo que podríamos estar haciendo en cada WhatsApp o en cada 'mail', pero además nunca antes hemos quedado tan mal ante el otro o ante la otra por nuestro deficiente razonamiento, por un proceso de analogía precario y pobre, que no va a permitirnos lograr un trabajo, llevar a cabo una reclamación cualquiera, convencer en una argumentación para solicitar algún asunto a la administración pública o para ligar. Así de simple e importante, con la novia o con el novio.
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Escribir bien, con corrección, con riqueza y con soltura no ha tenido antes en el mundo, aunque parezca mentira, tanta relevancia como la tiene ahora. Es verdad que en ocasiones en nuestros múltiples mensajes no pasamos de un paupérrimo estilo telegráfico trufado de emoticones y calcomanías inanes, perfecta imagen de un pensamiento estúpido y unidireccional en el que apenas se contemplan algunas expresiones de alegría, de asombro o de tristeza, casi en el umbral del lenguaje de los animales y por debajo incluso del de las máquinas parlantes.
Deberíamos tener cuidado con lo que escribimos y cómo lo escribimos, y ahora más que nunca, porque escribimos mucho y no siempre nos hace justicia, no siempre dice de nosotros lo mejor; a veces una falta de ortografía en un chat de ligoteo podría equipararse a un manchurrón en una camiseta de marca o a un roto en una camisa nueva cuando vamos a una cita, o al mal aliento en el sagrado instante de un beso o a la grasa en unas manos que van a trenzarse con otras.
No hay más remedio que centrarse en el hecho novedoso y multitudinario de que en la actualidad todo lo que somos se queda representado la mayor parte de las veces en lo que escribimos apresuradamente y sin criterio.
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Conozco estos registros porque estoy muy cerca de la población adolescente y joven y sé que no se valora tanto la retórica vacua o el exceso de palabras, pero también sé que una pésima práctica gramatical y una elemental exposición de ideas o de sentimientos pueden derivar con demasiada frecuencia en el fracaso de la comunicación.
Ahora sí, ahora somos cada día lo que escribimos en un móvil, en un ordenador o en una 'tablet' y, sobre todo, la manera como lo escribimos. No podemos sustraernos a la vulgaridad, a la perogrullada, a la ordinariez o a la garrulería que nos caracteriza en cada uno de nuestros mensajes, igual da que al otro lado de la pantalla estemos vestidos con marcas carísimas, perfumados con esencias escogidas, hagamos alarde de ademanes distinguidos o nos comportemos como hombres y mujeres selectos.
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Seremos juzgados únicamente por nuestras palabras.
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