Y la nave va

Nuestra posición de partida no es buena y eso es consecuencia de que las decisiones de economía política en los últimos veinte años han sido discretas

La sensación de que el nivel de vida en España ha empeorado en los últimos lustros es avalada por las estadísticas: entre 2007 y 2021 ... la renta real de la familia media, la capacidad adquisitiva, ha caído un 4%. A los jóvenes y los hogares con menos renta les ha ido aún peor.

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Es verdad que durante estos años se han sucedido dos graves acontecimientos, la crisis financiera global y la pandemia. Tan verdad, como que eso no ha impedido que la renta familiar de la Eurozona y la Unión Europea haya aumentado un 5% y un 12% en ese mismo periodo.

La diferencia tiene que ver, en gran medida, con la gestión de nuestros gobiernos durante los últimos veinte años, centrada en políticas que reportan beneficios inmediatos, pero lastran la economía a medio plazo. Por contra, las medidas que a la larga son beneficiosas para el conjunto de la sociedad, que con frecuencia son costosas a corto plazo o tocan intereses creados, han tendido a dejarse de lado. Tomar decisiones acertadas no es fácil, pero cuando prima el cortoplacismo es imposible.

Tomar decisiones acertadas no es fácil, pero cuando prima el cortoplacismo es imposible

Tampoco las declaraciones públicas de nuestros representantes han ayudado mucho a crear certidumbre y estabilidad, algo fundamental para que la economía funcione: el gobierno de turno ofrece mensajes sobreoptimistas que no acaban de materializarse y terminan creando desconfianza y frustración; la oposición hace lo contrario, mensajes pesimistas que crean confusión. Un ejemplo actual: ¿crecemos más que Europa y nadie quedará atrás? o ¿tras el verano llegará una profundísima crisis? Puede que esos mensajes extremos y sin matices beneficien a alguien, pero no al interés general.

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No es sorprendente, por tanto, que sigamos doblando la tasa de paro europea, que el gasto en innovación y desarrollo siga siendo bajísimo, que se sucedan reformas educativas condenadas a desaparecer cuando llegue una nueva mayoría, que el déficit público sea de los más altos de nuestro entorno, que muchas instituciones no funcionen con independencia y eficacia y, en definitiva, que el crecimiento de la productividad, base de la prosperidad, sea menor que el de nuestros socios europeos.

Eso no significa que en estos años no se hayan tomado también decisiones acertadas, ni que España no siga siendo uno de los países donde mejor se vive. Significa que hemos perdido ritmo frente a nuestros pares, que nuestra posición de partida no es buena y que eso es consecuencia de que las decisiones de economía política en los últimos veinte años han sido, en conjunto, discretas. No una catástrofe, discretas.

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El contexto para los próximos años pinta complicado. La guerra de Ucrania ha provocado una crisis energética y una inflación desconocida en dos generaciones, y alterado el equilibrio geopolítico. Nos encontramos además en medio de un cambio tecnológico vertiginoso, en el que ni Europa ni España están bien situadas. En un momento en el que la dinámica demográfica no ayuda. Y afrontamos la necesidad de atenuar el cambio climático –al que es especialmente sensible España– a través de una transición energética que será compleja.

Uno esperaría que estos mediocres resultados de la economía española en los últimos lustros y los desafíos apuntados dieran lugar a un cambio de actitud, un cambio que permitiera una discusión pública racional en cuanto a la estrategia económica y política a seguir. Que esa discusión ensanchara el espacio de acuerdos transversales que dotaran de un entorno estable y de menor incertidumbre a los agentes económicos y sociales

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Nada más lejos de la realidad. No hay un discusión ordenada y racional, sino declaraciones que apelan a las emociones, que no tratan de defender la bondad de una política sino de descalificar, dividir, polarizar y hacer casi imposible un acuerdo. Raramente se escuchan los argumentos del adversario y se rebaten con coherencia y lógica.

Basta con observar el tono general de las declaraciones de nuestros políticos. Se defienden las becas a los hijos de familias de altos ingresos con el argumento de que los menores pueden abortar sin decírselo a sus padres; se dice que la política económica es economía y no ideología como si hubiera una sola posible y acertada; se afirma que el aumento del gasto en defensa no se hará en detrimento del gasto social, como si los recursos fueran ilimitados. La lista es infinita.

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El barómetro del CIS sitúa sistemáticamente el comportamiento de los políticos entre los principales problemas del país. Algo tendrá que ver con esto. Los ciudadanos tendemos a mostrar comportamientos parecidos (qué fue antes, el huevo o la gallina), a ignorar ideas e incluso hechos solo porque no encajan con las de nuestra tribu, a no aceptar la fatalidad, ni que las soluciones a veces son complejas y requieren tiempo. Alguna responsabilidad tenemos.

Y la nave va, la película de Fellini, habla de un grupo de personas importantes y ególatras que navegan por el Mediterráneo y acaban con el barco hundido, convertidos en náufragos que buscan su salvación. Supongo que la metáfora es exagerada.

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