Apesar de las innegables bondades del clima, de su magnífica gastronomía o la cálida hospitalidad de sus gentes, Murcia se ha convertido en los últimos ... años en una ciudad incómoda. Incomodidad que empieza por el acceso, uso y disfrute de los espacios públicos comunes, parques y jardines. Aunque los servicios de limpieza realizan su trabajo, es frecuente encontrarlos con innumerables restos orgánicos, cristales, envases y basura diversa (mierda, en el argot), cuando no usados como improvisados urinarios. No es fácil encontrar bancos y espacios limpios donde poder sentarse a charlar, leer o tomar el sol.
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Inevitablemente hay que referirse al tráfico urbano con sus enormes problemas de contaminación, atascos, retenciones, estrés, etc. Un tema multifactorial y complejo, cuyas derivaciones exceden los límites de esta reflexión. Es evidente que nuestras ciudades de origen árabe y medieval no están diseñadas para soportar el nivel abusivo de coches circulando continuamente, a todas horas. Sin embargo, el Ayuntamiento ha agravado la enfermedad antes que procurar el remedio, implantado restricciones circulatorias sin prever sistemas de regulación eficaces, un transporte público más ágil o incrementar los aparcamientos disuasorios públicos de Murcia. Desoyendo las quejas de los gremios comerciales del centro y algunos barrios por la pérdida de negocio ante las dificultades de aparcamiento, se practican y anuncian nuevas limitaciones. Extremando los argumentos, podría advertirse una grave hipocresía en la actuación consistorial: si en Murcia ya no caben más coches circulando, quizá se debería prohibir la venta de nuevos vehículos, exceptuando los de reemplazo. Y a la vez, suprimir el mal llamado impuesto municipal de circulación, cuando resulta casi imposible circular con fluidez razonable.
Siempre he pensado que hay un abuso de la idea 'una persona, un coche' y que se hace un uso excesivo del automóvil. Pero mi opinión ha variado en los últimos años: el crecimiento y la extensión imparable de Murcia, la aparición incesante de nuevas urbanizaciones o el alejamiento de las sedes laborales obliga a muchos ciudadanos/as a su uso forzoso. Si como botón de muestra sirviera mi experiencia, sepan que después de numerosas cábalas y pruebas, no me ha quedado más remedio que depender del coche. De entrada, jamás utilizo el vehículo en desplazamientos urbanos; pero, por referirme solo a mi trabajo en el campus, las posibles combinaciones de bus y tranvía suponen duraciones no inferiores a 1.30-2 horas por viaje, que pueden alargarse indefinidamente dependiendo de trayectos que conlleven tapones eternos en el diabólico 'nudo de Espinardo', obra inspirada por el Maligno, que ninguna de las muchas autoridades locales o autonómicas competenciales parece ser capaz de arreglar. De modo que en época de docencia a primera hora, tengo que pegarme unos madrugones intempestivos para evitar el caos circulatorio que se forma a partir de las 7.15 a.m. y poder empezar las clases a tiempo.
En fin, tenía previsto hablarles también del ruido urbano procedente no solo del tráfico, sino del petardeo motero, de la música altisonante o las conversaciones a gritos en los garitos nocturnos, pero se me ha acabado el espacio (que no los argumentos), así que será en otra ocasión. Aunque estoy convencido de que estas modestas consideraciones, como tantas otras que he compartido con ustedes, no habrán servido para nada. Confío al menos que les permitan meditar sobre el particular. Continuará (... espero).
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