Que cualquier profesional mientras desarrolla sus funciones en cualquier ámbito sanitario tema sufrir episodios de violencia, verbales o físicos, es, sencillamente, una contradicción insoportable. La ... labor coordinada y responsable en cada puesto resulta imprescindible para dispensar buenos cuidados –en escenarios en ocasiones complejos– ya se trate de centro de salud, hospital, consulta, atención de ambulancias... lugares en los que prima, por obvia, la idea de ayudar al otro, por lo que intemperancia y brusquedad resultan inconcebibles. Introducen un sesgo perverso que quiebra la necesaria armonía para obrar. Sin embargo, una realidad creciente, casi cotidiana, a tenor de las estadísticas. No se trata de hechos puntuales, aislados, es una lacra casi 'normalizada' como una profunda herida que atraviesa nuestra sociedad, que erosiona la relación de confianza sobre la que descansa todo sistema sanitario. Un problema agravado en los últimos años, confirmando que los episodios de insultos, amenazas y agresiones físicas han aumentado de manera sostenida. La mayoría son incidentes verbales, que cada vez con mayor frecuencia derivan en agresiones físicas. Y aunque existan protocolos de prevención y atención, la magnitud del fenómeno convierte en lugares percibidos a veces por sus trabajadores más como escenarios de riesgo –con disposiciones propias de un campo de batalla– que como espacios de cuidado.
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Detrás de cada agresión, por motivos diferentes, se esconden frustración, miedo, incomprensión... como expectativas irreales sobre lo que en ocasiones se puede esperar de la medicina. Con una creciente intolerancia a la espera, a la incertidumbre, a la respuesta que no coincide con lo que uno quiere oír. En cualquier lugar de prestaciones sanitarias flotan en el ambiente tensiones derivadas de la angustia, la incredulidad, el desconsuelo por la propia enfermedad. Con el añadido de disfunciones por aspectos burocráticos, o, en hospitales, derivados del aspecto hostelero. Quien se encuentra enfrente, ya sea el médico, la enfermera, auxiliares, el celador o el vigilante, se convierte en blanco de vejámenes. En el caso de los médicos no son meros ejecutores de caprichos, ni representantes directos de la administración, son profesionales que trabajan con recursos finitos, obligados a tomar decisiones ajustadas a criterios de justicia, equidad, evidencia científica y experiencia clínica. Convertirlos en blanco de la ira social es injusto y profundamente dañino. Si la sociedad no entiende esto, si no aceptamos que la medicina no puede ni debe dar respuestas inmediatas a todas las demandas, se habrá abierto la puerta a un círculo perverso de frustración y violencia.
Como inquietante es el hecho de la evidente desproporción entre insultos o amenazas y la magnitud real del problema, desatados por un parte de baja que no se concede, un medicamento innecesario, una prueba que el criterio médico no avala... Como si la discrepancia sobre un trámite justificara la pérdida de la dignidad mutua. El deleznable grito, habitual en demasía, sobre todo por lo conocido en áreas de urgencias de «yo te pago para que me atiendas», amén de ofensivo, desvela una concepción mercantilista de la salud, incompatible con la esencia de la medicina, que siempre ha sido un acto de confianza y de humanidad. En el contexto más complejo de las enfermedades graves, donde la esperanza se estrella contra los límites de la ciencia, el dolor y la impotencia pueden derivar en reproches. Pero incluso en esos momentos intensos, el camino nunca puede ser la violencia. Solo el diálogo transparente, la explicación serena, la escucha activa, sostienen el frágil puente entre profesionales y familias. El error, cuando ocurre, debe ser reconocido y evaluado; la agresión, jamás.
Proteger a quienes nos cuidan es una forma de preservar lo que nos queda de humanidad
Los protocolos de seguridad implantados en hospitales y centros de salud son necesarios, pero también evidencian el fracaso social, porque no se debería blindar con cámaras y vigilantes lo que debería estar protegido por el respeto más elemental. Que un espacio de cuidado sea percibido como una zona de riesgo físico habla de la deriva colectiva hacia la crispación, la desconfianza y la falta de empatía.
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Estas agresiones a sanitarios son un reflejo de la convulsión social, de la intolerancia a la espera, del exteriorizar la frustración y la tendencia a resolver los conflictos desde la imposición en lugar del diálogo. Una sociedad que normaliza estos comportamientos erosiona su propio sistema de salud, porque sin confianza ni respeto no hay medicina posible. Urge, pues, una reflexión colectiva. La solución no pasa únicamente por endurecer sanciones –aunque son necesarias–, sino por reconstruir un clima de respeto y comprensión mutua. Educar en la paciencia, en la aceptación de los límites y en el valor del cuidado compartido es tarea colectiva. Porque proteger a quienes nos cuidan no es solo un deber, es una forma de preservar lo que nos queda de humanidad.
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