¡Toma nísperos!
Con Campmany aprendimos cómo puede hablarse de una cosa refiriéndose a otra, cómo hacer humorismo sin abandonar la crónica
Recuerdan ustedes que el escritor francés Stendhal dio nombre a un singular síndrome íntimamente relacionado con la sobredosis de belleza. El tipo, en Florencia, se ... mareaba y entraba en éxtasis ante la monumental abundancia de gracia, abrumado ante la plenitud primorosa que le llenaba los ojos y le explotaba en la cabeza, incapaz de digerir aquellas proporciones idóneas, el equilibrio perfecto, sin herramientas para comprender la enorme concentración de hermosura. En fin, los románticos, tan exagerados que todo lo llevaban al extremo de la enajenación catártica y la neurastenia. Demasiada intensidad, ¿no?
Algo de razón tenía, en cualquier caso, aunque fuera tan hiperbólico el autor de 'La Cartuja de Parma' acerca del asunto. Tan es así que, a veces, pensamos que incluso gente con un acerado sentido común cae bajo este famoso síndrome. La causa paradigmática es Italia (...Italia, mi ventura..., ya saben) y a todos los que la visitamos nos produce, al menos, un regocijo interior, hemos de reconocerlo. 'La gran belleza', esa película de Sorrentino, nos pone sobre la pista. Y eso sólo es Roma, Italia no se agota, hay mucho más. Hasta Jaime Campmany –pronto celebraremos el centenario de su nacimiento y veinte años de su deceso–, colaborador que fue en estas páginas, consagrado a sus papeles y metido en argumentos de lo más terrenal, sintió la fuerza mística, casi paráclita, de la ciudad eterna, cayendo rendido a sus pies.
En cualquier caso, ese no fue el único ejemplo de la sensibilidad requintada de Campmany. La gran vocación poética enraizada en sus años más jóvenes y desarrollada a lo largo de su vida con intensidad nos habla de su extraordinaria debilidad por la belleza. Hasta tal punto devoto admirador de Rafael Alberti, en una etapa de nuestra historia en la que el portuense estaba proscrito, que llegó a hablar elogiosamente de él en 'Arriba', más que periódico, órgano de prensa de Falange y enconado enemigo del que consideraba chambelán de la canalla estalinista y vicario de la represión chequista. ¡Toma nísperos!
Descubrimos, sobre todo, la riqueza del lenguaje puesto en manos de un orfebre
Igual de entusiasta era de Miguel Hernández, a quien recitaba de corrido cuando le podía el 'stendhalazo', incapaz de aguantarse el borbotón de gloria poética en el galillo, y dejaba salir al viento la voz cargada de emoción. Miguel Hernández, fíjense, otro que no era precisamente el epítome del régimen. Gerardo Diego, otro de sus tótems. Y así podríamos continuar un rato, desmenuzando la prolija inclinación de Don Jaime por la belleza de las letras, así como de su capacidad para disfrutar de lo que la vida puso a su alcance y él se esforzó en dominar.
Solo un hombre letraherido, con su brillantez, asombrosa cultura y delicadeza nos podía hacer sonreír todo el tiempo que durara la lectura de una sus columnas, con manejo superferolítico del lenguaje y traviesa ironía. Eso le permitía encadenar dobles sentidos, trufar el texto con referencias que iban de la mitología al folclore murciano y hacer sonar cada párrafo como la sección de viento de una orquesta barroca. A ritmo de cumbia. Un artista de la pluma. Un elegido. Un maestro.
Exitoso en su carrera, cambió el 'Arriba', falangista y casi republicano, por 'ABC', monárquico y casi crítico con el régimen, y supo navegar las aguas de la transición con admirable magisterio. Fue ya en 'ABC' cuando le empezamos a seguir, por una cuestión puramente cronológica, pero nos encantaría recuperar sus crónicas romanas, en una Italia quimérica, libre de turismo masivo, que nos llenaba los oídos de melodías maravillosas desde San Remo, y los ojos de imágenes de Roma, Florencia, Venecia, Positano...
Sea como fuere, aprendimos, muchos, cómo puede hablarse de una cosa refiriéndose a otra, cómo caricaturizar sin dibujar, cómo hacer humorismo sin abandonar la crónica y descubrimos, sobre todo, la riqueza del lenguaje puesto en manos de un orfebre, que podía esmaltar quilates de etimología y engastar campos semánticos uno tras otro usando sólo una docena de palabras. Y así más de 15.000 artículos. Válgame Dios. Prodigioso.
Cuando leemos los obituarios tomamos conciencia de su dimensión humana, tan ponderada por los que arroparon con sus palabras el tránsito estigio. Aunque sabemos que su afilada pluma le prodigó entusiastas a la par que detractores (muchos por aludidos), al revisar aquellas columnas vemos lo blancas que fueron las críticas que, 'iocandi causa' y sin 'animus necandi', vertía en sus piezas. En comparación con el tono que impera estos días en prensa escrita, nos parecen juegos florales.
Tenemos hoy la suerte, a pesar de que su voz se apagó, de continuar leyendo a Murcia (y escuchándola en la radio) en las columnas de Rosa Belmonte, con menos pegada política si quieren –aunque para todos tiene Doña Rosa–, pero con la misma debilidad calológica que, mezclada con el murcianismo más militante, más panocho y más huertano, resulta siempre un placer seguir.
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