Solera y señorío
La tarea de mantener lo que heredamos, cuidarlo y seguir mimándolo es parte del respeto por los que nos precedieron y su memoria
Para empezar esta columna le sugiero que piense en la tauromaquia y en la importancia colosal de que un señor de Bañolas, Gerona, que se ... llama Albert Serra, haya dirigido una película que se ha coronado en San Sebastián, nada menos, consagrada a mostrar la lucha entre el héroe y su antagonista, el toro. Un triunfo, ¿verdad? Qué gran noticia es que los toros sigan siendo fuente de inspiración para las grandes creaciones, contribuyendo así a reforzar la cosmogonía que le es propia, honrando nuestra tradición. Es otra manera de permitir que esa fantástica mitología pueda electrizar a personas que han vivido ajenas a ese mundo tan nuestro.
Por otra parte, pero en esa misma línea, hemos constatado, una vez acabada la Feria de Septiembre, que la Virgen de la Fuensanta sigue concitando el entusiasmo y el fervor de Murcia. Naturalmente, son muchos los momentos a lo largo de esos días en los que nos consagramos al disfrute de placeres más mundanos, pero también la calle vibra de emoción al ver a la Virgen subir a su santuario y repetimos todos agradecidos «eres Fuensanta el consuelo de este murciano jardín, oración que sube al cielo pasa por tu camarín». La manera de sentir la identidad del murciano pasa por acompañar a su Patrona. Venerarla es una manifestación de la religiosidad de su pueblo, así como del respeto por la herencia de una tradición inveterada recibida de las generaciones que nos precedieron y que da consistencia y armazón a nuestra manera de ser.
Era Chesterton quien decía que la democracia rechaza cualquier discriminación basada en el nacimiento, mientras que la tradición rechaza la discriminación basada en la muerte. Es decir, del mismo modo que la democracia consiste en respetar la opinión de los vivos con independencia de su cuna, la tradición es el respeto a la opinión de nuestros antepasados. Y ello nos obliga necesariamente a honrarlos, precisamente porque ya no están, y celebrar lo que dejaron depositado en su lecho de muerte, repitiendo los comportamientos, los ritos y la liturgia que heredamos de ellos.
Pensando en el respeto a la tradición, me viene a la cabeza el cuadro de Santiago Rusiñol que se llama 'Jardín de Aranjuez. Glorieta II' que seguro que tienen ustedes presente. El pintor catalán, tan español, retrata la belleza lánguida de un hermoso y colorido huerto de flor en el que no hay presencia humana. Unas rosas caen dobladas por el peso sobre el sendero central, en el que se acumulan hojas que nadie barre. Observado con detenimiento, se descubre que la hierba alta y los arbustos sin podar ponen de manifiesto la incuria lamentable que ha llevado al abandono a tan bello jardín. Lo cierto es que, en su momento, se vio la escena como alegórica verdad de España: un hermoso y fecundo país descuidado hasta la desidia, del que ya nadie se ocupaba.
Quién se acuerda hoy de Orellana, que navegó por vez primera el Amazonas, un río con más de 7.000 kilómetros de largo y que puede tener 10 de ancho, con medios náuticos con los que hoy no saldríamos ni al campo de regatas del puerto de Santiago de la Ribera. Igual Hernando de Soto, en el Mississippi, y Diego de Ordaz, un señor de Zamora que navegó el Orinoco río arriba. Qué tíos, y qué pena que ya nadie los tenga presentes. Así pasan cosas como el lío de México, en donde parece que la gente no sabe lo que es el Zócalo, ni quién lo hizo, ni sus universidades, ni nada de su pasado. Por eso hay que saber quién fue Hernán Cortés, lo que hizo y lo que dejó de hacer, lo que se encontró al llegar y todo lo que dejó España cuando aquellas tierras dejaron de estar bajo la Corona. En fin.
Lo importante aquí es saber estar alineado con la propia historia, cualquiera que sea, por la sencilla razón de que no se puede cambiar. Hay un canon civilizatorio que asumimos en herencia de las generaciones que nos precedieron. Este, realmente, no es más que el producto destilado de usos y costumbres que se llaman tradición, y que se han de interpretar con arreglo a una hermenéutica particular. Despreciarlo es un error colosal, supone la renuncia a la propia naturaleza del individuo, a la letra escrita, al edificio construido y a la sangre vertida. Hemos de asumir individual y colectivamente esa parte de nuestra vida que no hemos vivido en carne propia, que otros vivieron por nosotros y nos ofrecen como un tesoro cuando ya no están. Y asumirla significa defenderla. La lectura que hoy debemos hacer es que la tarea de mantener lo que heredamos, cuidarlo y seguir mimándolo es parte del respeto por los que nos precedieron y por su memoria.
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