Punto de fuga
La música, nuestro pasado, el más profundo de nuestros tesoros, nos hace encontrar la perspectiva adecuada
Hace muchos años, todos escondimos un tesoro misterioso que, olvidado y oculto bajo el manto del paso del tiempo, somos nosotros. Después, la tarea de ... desentrañarlo es tan titánica que, penosamente, a veces, fatigados, renunciamos a él. Sin embargo, nos mueve lo que aprendimos de niños leyendo novelas de aventuras, y es que lo que finalmente descubría el protagonista tras el largo viaje y los esfuerzos para encontrar lo que se escondía dentro del cofre, con la tenacidad de un héroe que nunca desfallece, el arcano que prometía ser la clave mágica que todo lo resolvía, no era más que a sí mismo. Nada menos. El secreto era él mismo.
Hoy recordamos cuando, hace tanto tiempo, al bajar a la playa en los veranos que entonces no eran solamente una estación sino la parte de nuestra existencia que, por ser la única constante en el tráfago de una infancia marcada por el cambio permanente, constituía la esencia de nuestra vida –hoy lo sabemos– deteniendo el ritmo y silenciando el paso frente a aquella casa frente a la que caminábamos, escuchábamos año tras año Radio 2. Parados frente al mar, sin entender la razón, se producía en nosotros una catarsis interior. Sin saberlo, aquel porche en colores terracota y blanco envuelto en música celestial, elevado sobre el verde jardín y siempre a la sombra, con la prestancia y el destello de luz de las buganvillas, vacío de presencia humana pero suntuosamente lleno de humanidad y armonía era –¡tremendo!– Rosebud.
Aun desenvolviéndonos exitosamente en un mundo de autosuficiencia, con probado dominio de nosotros mismos, con capacidades asombrosas, hemos sin embargo de confesarnos –siquiera de vez en cuando– débiles y altriciales. Pretendidamente rocosos, coriáceos, casi invulnerables, un día de tinieblas y tormenta terrible e insoportable nos reconocemos –ay– arcillosos, sin forma definida, incapaces de aguantar y vencidos. Un día tras otro superamos la adversidad, voluntaria y deliberadamente nos sobreponemos a tanto dolor y tristeza, hasta que llega el momento en el que la pena nos arrasa, nos lamina y nos quiebra.
Entonces, casi sin dormir, al alba de un día blanco y helado subimos en coche la serpenteante carretera de un puerto de montaña, con la nieve cayendo sobre los pinos en armas que desafían el horizonte, escuchando a Haydn con el convencimiento de que sólo eso nos puede curar. Cruzamos el sur de España atravesando el ardiente desierto al que condena el fulgor de un sol abrasador con el termómetro rozando los 40 grados mientras el segundo movimiento de la novena de Beethoven suena quirúrgico alcanzando el rincón preciso del alma que necesita ser sanado. ¡¡¡Ooohhh!!!, exclama entonces el menguado yo.
Una curva que epitomiza todo lo que debemos dejar atrás, que representa el mayor de nuestros desvelos y todos ellos a la vez, se aproxima en ese momento y, escuchando los violines en una pieza perfecta de Rameau, la trazamos con seguridad, recuperando la confianza, celebrando de nuevo la intensa certeza del camino elegido con rigor, capaces de nuevo de continuar hacia delante. Y nos acordamos de Cervantes, con enorme gratitud, y paladeamos el retrogusto que con plenitud nos abruma, sabiendo que, mirando al soslayo, fuese y no hubo nada. Nada habrá, nada, somos conscientes porque, sábete querido Sancho, que valió más el camino que la posada. Y ese pensamiento nos ayuda a seguir. La alegría del ciclo de las Variaciones Goldberg, en las que se resume la vida, con principio y fin en sí mismas, son la síntesis de la nuestra en la que el desierto helado o ardiente que nos rodea no es más que atrezzo, tramoya, complemento.
A la música clásica se llega de muchas maneras. Quizás el modo más bonito, el más querido, el más placentero, sea el de la necesidad. No hay mayor satisfacción que encontrar lo que se precisa cuando nos resulta más indispensable. Escuchamos a Mozart que, indiferente al alucinado mundo que le rodeaba, sentado frente al piano, urdiendo una imposible trama matemática, alcanzó momentos de creación auténticamente taumatúrgica. Con gozo efímero, pero suficiente, de una intensidad tal que no hace falta nada más, nos sentimos ungidos con la fuerza necesaria. Sólo esa idea nos saca del pozo de amargura, del desafuero y el horror. Y, llenos de espléndida energía, nos preguntamos ¿qué no podemos hacer? La música, nuestro pasado, el más profundo de nuestros tesoros, nos hace encontrar la perspectiva adecuada, imponiéndonos de los atributos que precisábamos.
Entonces, y solo entonces, recuperamos inmediatamente la paz, la compostura, comprendemos de nuevo que las líneas paralelas pueden llegar a unirse, que tan solo se trata de buscar el punto de fuga. Vibrar íntimos, imperiales, frente al páramo de indescifrable sinsentido que asola todo lo que nos importa, es lo único que podemos hacer. La excelencia como exclusiva opción vital. Es lo que elegimos. Ser mejores.
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