La grandeza del individuo
Es en tiempo de tormenta cuando se conoce al capitán, y también al marinero; la desgracia nos retrata a todos
Todos leímos –o al menos muchos– a Borges en la adolescencia. La cosmogonía paradójica del argentino remite a un universo de arcanos y descubrimientos que ... es muy apreciado en esa edad. Llegamos en algún momento al 'Aleph', el cuento en el que Rosebud aparece de nuevo, como en Kayne, transfigurado para la ocasión. La búsqueda de su sentido nos remite al origen etimológico del término, del hebreo, primera letra de su alfabeto, del buey que ara y hace el surco y que viene a mitificar el origen, la guía y la senda por recorrer. Eso es justo lo que busca un adolescente en su tránsito a la madurez: saber que las cosas –y uno mismo– tienen un origen sagrado, una misión asignada, un camino ya trazado que hay que encontrar desbrozando a un lado y a otro.
A medida que avanza uno en el mundo del bricolaje cultural, como Vian, encuentra que el griego da un acabado más redondo a esa idea. Se habla del alfa y el omega, el principio y el fin, con referencias bíblicas que perfeccionan la idea judía de camino. Sin embargo, sometido a presión, terminamos desechando el concepto, pues no en vano principio y fin son antónimos y solo de forma circular pueden relacionarse, lo que fuera de una naturaleza divina, nos deja en el solipsismo y el aislamiento. Una entelequia disparatada. Nada, nada.
En fin, años después, cuando descubrimos que la juventud nos había abandonado sin despedirse y que estábamos verdaderamente solos ante el peligro, dimos gracias por haber tomado decisiones y asumido responsabilidades más allá de la mística adolescente del juego de palabras y la literatura de 'aventuras interiores'. Nos dimos cuenta de que éramos sencillos aristotélicos, buscando la felicidad con nuestro esfuerzo cotidiano, dando sentido a nuestra vida, que merece la pena ser vivida, y obteniendo satisfacción al hacerlo, plenamente imbuidos del papel en el que hemos conseguido salir a las tablas cada tarde en esta obra de teatro que es la vida –acuérdense, 'the world's a stage'–. Sin más. El que simplifica, gana.
Hoy, ya adultos, cuando pensábamos que de esas sólidas bases no nos movería nada ni nadie, nos paramos a pensar con una mezcla de admiración y espanto qué estará pasando por la cabeza de toda la gente que ha sufrido la aplastante y terrible fuerza de la catástrofe en Valencia y otras provincias. Intentamos adivinar qué pensarán sobre la vida, sobre el sentido que le dieron hasta hace unos días, en qué medida serán capaces de volver a tener fe en que con trabajo y sacrificio el tiempo les brindará la visión sobre el camino hacia delante y de dónde sacarán la fuerza que necesitan para continuar.
Para eso hay que volverse estoico, aceptar la correlación de las causas y los acontecimientos con desapasionamiento, ponderar la reacción casi como si no fuera con nosotros y mantener la calma. Eso, el que pueda, claro. Sentir la tierra moverse, agitarse enfurecida, y ver todo lo que tienes y quieres desaparecer en un instante –incluyendo las verdades que creías absolutas e innegociables– convulsionando en dramáticos estertores, es algo muy difícil de sobrellevar. Apechugar con eso solo está a la altura de gente de mucho nivel, con elevado espíritu y aún mayor alzada en sus miras. El problema es que el estoico, que no necesita Dios, asume la intrascendencia de la existencia, pero ese es otro debate.
Sea como fuere, con o sin Dios, es el individuo en solitario el único que en las peores situaciones tiene –o no– a su alcance las herramientas y capacidades necesarias para salir del pozo. El grupo puede ser útil, hasta cierto punto, pero nada puede cuando el talento genial del hombre no llega, no le puede sustituir. La situación de dependencia de las instituciones que ha crecido en nosotros en las últimas décadas no ha hecho más que debilitarnos ante la adversidad y dejarnos sin la fuerza, adocenados, que necesitamos para salir adelante cada día. Por eso, confiar en su intervención para todo, precisar de su presencia en cada esquina y momento de nuestra vida, constituye el mayor de los errores. Se ha puesto en evidencia que la libertad y la independencia son nuestro mayor tesoro. La pulsión por ser útiles, la espontánea cooperación de los voluntarios y la ayuda de todos ha florecido en los caminos con hileras de personas que se aprestaban a allegar brazos para trabajar y pan para aquellos que todo lo habían perdido. De eso hay que hablar. De todos aquellos que no han dudado un instante en dejar a un lado cualquier otra consideración, fueran estoicos o aristotélicos. Es en tiempo de tormenta cuando se conoce al capitán, y también al marinero, la desgracia nos retrata a todos. Vaya en homenaje a los que dan lo que tienen.
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