La gloria
Para que la gloria no se convierta en servidumbre es imprescindible tener algo fundamental: un espíritu dichoso, una visión generosa
En Occidente siempre hemos visto a Japón rodeado de un aura mística. La contención, la sofisticación formal y la delicadeza se mezclan con una severidad ... cruel y despiadada, con un rigor inflexible y una voluntad de hierro que no se detiene ante nada. Han sido capaces de sublimar la cotidianidad a través de ritos y liturgias, como corolario de un respeto por el detalle y la forma que se hace parte del contenido de manera indisoluble. Así, llegaron al Kintsugi, el arte casi contemplativo de reparar cerámica rota, que adquiere mayor valor una vez arreglada. El tiempo, la paciencia, el ejercicio intelectual de comprender lo que necesita cada pieza para recuperar su uso se convierte en una fascinante metáfora del ser humano quien, con la edad, se va resquebrajando y tan solo mejora si es reparado con cariño y comprensión, aprendiendo de la derrota, del dolor, y subiendo así peldaños en la escala espiritual.
Pensando en estas cosas me encuentro en prensa una entrevista a Arthur Brooks en la que se subraya que hay gente con problemas –graves– porque eligieron ser especiales antes que felices. ¡Santo cielo! Yo siempre pensé que para ser feliz había que ser muy especial, y que muy pocos estaban llamados a alcanzar, por ejemplo, la ataraxia, quizás a través del pranayama, que es la imagen que tuve presente cuando visualizaba a alguien feliz. Absurdo, claro. Probablemente, lo que el periodista quería conseguir con la formulación del titular no era más que incrementar las visitas en internet a su artículo, forzando los términos para aprovechar la sensación de carencia de felicidad interior de muchos de los lectores, quienes desearían al menos certificar que son especiales, rebuscando entre las palabras del artículo razones para su consuelo.
En cualquier caso, lo que con claridad hay implícito no es más que la dicotomía entre conformarse, es decir, ser feliz en la renuncia, o no hacerlo. Por tanto, de un lado tenemos la posibilidad de plantarnos y asumir con naturalidad y paz espiritual el sitio en el que nos hemos llegado a poner en el complejo entramado de relaciones emocionales, económicas, sociales, políticas y espirituales que es la vida; de otro, también tenemos la posibilidad de no hacerlo, de querer mejorar, de ser indomables a la autoindulgencia, de pelear por mejorar nuestras condiciones y las de la gente a la que amamos, de amar más, de ser más generosos, de crear, de insuflar alegría al espíritu de la convivencia, de pensar bien, de ordenar el mundo, de hacer tantas cosas que conformarse es imposible. Nada nuevo.
A una determinada edad todos tenemos ya el alma rota, y es difícil arreglarla. Los que lo logran, esos son los felices
La quietud del pranayama, por volver a la imagen anterior, solo es posible cuando la vida consigue sernos indiferente, cuando el genio se ha apagado en nuestra alma, cuando no queda nada por ofrecer y nada esperamos necesitar para seguir parados, ni siquiera adelante. Equivale, casi, a la muerte en vida. Para eso, no me lo negarán, hay que ser muy especial. Hay que ser un faquir en medio de la inmundicia, un santón ensimismado en el reino del pecado, un buceador que aguanta la respiración, cierra los ojos y se limita a sentir el agua alrededor hasta que pierde la noción de sí mismo. Desde luego, no está a mi alcance.
Otra cosa es la lucha por la gloria, la búsqueda de la infinitud, la sensación de poner la vista en el firmamento y querer, por encima de todo, acompañar en el cielo a las estrellas para que todo el mundo nos vea. Quizás a eso se refería la entrevista, sí. Hay gente que no puede estar nunca contenta. Jamás está satisfecha. Todo es poco y nada es mucho. Ahí se crea una espiral de ansiedad y ambición desmedida, fuera de control, que nos devora y nos anula, transformándonos muchas veces en fuerza pura, capaz de arrasar, de vencer y de conquistar cualquier terreno de trabajo. Pero, ay, las más de las veces sin espíritu. Sólo fuerza.
Ella, la gloria, es una amante despechada, cortesana insaciable, siempre bella, inmarcesible, todo lo contrario a lo efímero y a lo doloroso que tiene la vida. Es el triunfo sobre la materia, es la vocación de no dejar de ser, de estar siempre en lo más alto. Para ello hay que estar preparado, muy concienciado, no dejarse esclavizar, saber que para que la gloria no se convierta en servidumbre es imprescindible tener algo fundamental: un espíritu dichoso, una visión generosa.
En cualquier caso, a una determinada edad todos tenemos ya el alma rota, y es difícil, cada vez más, arreglarla. Los que lo consiguen, los que se sobreponen a su sino, aquellos que llenan de polvo de oro las grietas abiertas en el desgarro terrible que puede llegar a ser la vida, esos son los felices. Esa es la única felicidad que se me ocurre.
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