Excelencia
A veces pensamos que dar cera a la clase política es una válvula de escape, como ir al fútbol, que se usa para huir de los problemas de la cotidianidad
Es notable nuestra capacidad para poner a parir a la clase política. Hemos llegado a un punto en el que el gusto por el drama, ... la teatralización y la tertulia televisiva se estira hasta el ejercicio de putrefacción en vivo y directo al que asistimos algunos sábados por la noche, que no se distingue del de los días de semana por la tarde, aunque la temática a priori sea diferente. Acudimos, para explicarlo, a la sangre latina, al carácter mediterráneo, a la necesidad de levantar los brazos y la voz que una cultura de lo público generada en el ágora ha inculcado en sus individuos para marcar la diferencia, atraer la atención y ganar adeptos. Es propio de nuestra idiosincrasia, o eso parece.
Y es verdad que el arte del debate público está vinculado a Grecia y Roma, nuestras referencias civilizadoras, y su adecuada escenificación es parte del contenido. Dicho esto, mantenerlo en el terreno de lo prudente es su única razón de ser. No hay nada que justifique esta sobreactuación constante, alimentada por los medios de comunicación, que nos hace asistir permanentemente a una especie de sitcom en la que no hay actores ni decorados, sino en la que todo es real, desde Génova a La Moncloa, pasando por la Carrera de San Jerónimo. Un espanto.
Poniendo las cosas en perspectiva, a veces pensamos que dar cera a la clase política es una válvula de escape, como ir al fútbol, que se usa para huir de los problemas de la cotidianidad. Pero debe haber algo más, llega uno a creer que se trata realmente de la búsqueda de justificación para el propio ineficaz desempeño. Ellos lo hacen peor, para qué me voy a esforzar. Y déjenme que les diga, es justo al revés. Si bien es cierto que la ejemplaridad es deber consustancial al ejercicio de lo público, es el ciudadano de a pie el que, para exigir más, tiene que comprometerse con su trabajo, su familia, su entorno y la sociedad hasta conseguir la excelencia. De otro modo no tiene legitimación para la crítica porque, aunque formalmente le sea reconocida, es evidente que en el fondo carece de ella.
Esto es algo que, y me llama mucho la atención, nos diferencia de otras culturas políticas menos meridionales, en las que el escrutinio es permanente, sí, pero no hay tertulias televisivas en erupción volcánica constante, no hay retóricos vacuos –disfrazados de periodistas– a sueldo de unos y otros pegando gritos y haciendo aspavientos. Lo que hay es que cada uno está a su trabajo, centrado, y vota cuando le toca, dando o retirando su confianza. Y no digo yo que aquí no estemos en nuestro trabajo, que lo estamos como el que más. La diferencia es que el encarnizamiento con los políticos lo hemos convertido en entretenimiento, en puro ocio, en industria mediática.
Fíjense en los chicos de la selección nacional de fútbol. A lo suyo, dándonos alegría, peleando, buscando el triunfo, no dando una carrera por perdida ni una jugada por acabada. Nunca. Esto es lo que se echa de menos en el día a día de la gente como usted y como yo. Todos quejumbrosos o galvanizados, en tremendo estado de crisis nerviosa por la última de las hazañas de nuestra clase política. Pero, querido lector, ¿no es cierto que su éxito personal depende exclusivamente de usted mismo? ¿Qué hace, entonces, perdiendo el tiempo echándole cuentas a lo demás? ¡A correr, oiga, a pelear cada balón, a sudar la camiseta!
De ese espíritu, que va paulatinamente viéndose reducido a las competiciones deportivas, es de lo que no se habla. En lugar de eso, de la mañana a la noche hay una serie de programas televisivos que mandan el mensaje opuesto: no se preocupe, los políticos son peores, mire, hoy vamos a despellejar a Juanito, mañana le tocará el turno a Pepito, y así toda la semana, venga usted al 'show', que habrá carnaza y diversión asegurada. ¿Se imaginan que en lugar de eso hubiera alguien insistiendo en que lo que hay que hacer es buscar la excelencia, luchar, ser mejor y dar ejemplo? Uy, no veo esos valores en la programación de hoy, igual será un canal extranjero.
Claro, ya es clásico el debate de la gallina y el huevo, ¿qué fue antes, la audiencia o el programa? La defensa de la libertad de empresa, incluso cuando se trata de la televisión pública, nos lleva a concluir que la responsabilidad es del consumidor. Siempre, el cliente, tiene la razón. O la sinrazón, en este caso. Es una terrible muestra de un patetismo descorazonador que nos atosiga cada vez más, siendo casi imposible no encontrarse con alguno de estos estomagantes programas porque hay cientos de miles de personas que no tienen otra cosa mejor que hacer. Qué horror.
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