Mal de muchos

ALGO QUE DECIR ·

Ahora una guerra en Occidente no sería una escaramuza, hoy se reduciría a un panel con botones y la silueta siniestra de una última deflagración

Miedo nos da pronunciar la palabra guerra en estos días, incluso pensar en ella. Un miedo atávico, casi religioso, que nos trae los ecos de ... viejas y nunca olvidadas del todo apocalipsis marciales, sobre todo si la tragedia se halla tan cerca de nosotros y ocurre entre personas de este mundo al que pertenecemos unos pocos escogidos, porque las guerras, admitámoslo, hasta hace muy poco sucedían en otra parte, en el tercer mundo y entre hombres y mujeres no civilizados, que todavía debían cruzar un gran trecho hasta arribar a nuestro estadio humano, el de los países privilegiados de occidente, el de nuestra Europa moderna y ejemplar. Matar y morir entonces seguía siendo cosa de salvajes de otros tiempos y de alejadas latitudes que apenas nos incumbía a nosotros. Pero hoy la guerra toca a nuestras puertas estremecidas y afecta a los que son como nosotros, a esos ucranianos rubios, de ojos claros y mirada trémula que piden socorro en silencio mientras empiezan a enterrar a sus muertos con la humildad de los que ya se saben derrotados.

Publicidad

Por eso nos aterrorizan aún más las imágenes de hombres y mujeres tan parecidos a nosotros, pero con un miedo atroz a las bombas, al fuego enemigo y a toda la maquinaria militar que nos produce una suerte de distanciamiento casi ficcional, una inverosimilitud aterradora con la que empezamos a convivir en estos últimos días. Y, sin embargo, no estamos viviendo una película cualquiera sobre el error de los hombres y el horror de la guerra, que viene a ser lo mismo, porque ambas categorías nacieron al mismo tiempo. Estamos asistiendo a la verdad de un posible y devastador final.

Pues si le añadimos el pánico de la sombra demoniaca de la amenaza nuclear, de repente, las distancias desaparecen y somos conscientes de que todos estamos involucrados en esta atrocidad, de que en cualquier momento desaparecerá el mundo y no podremos hacer nada al respecto.

Tal vez ya no quedaría nadie para contarlo ni para cometer nuevos disparates

Somos más vulnerables que nunca, estamos más expuestos que nunca a la extinción repentina, porque durante décadas hemos jugado a ser dioses y en cualquier instante podríamos perder la partida vital de la supervivencia de un planeta entero. Ese es el temor que nos atenaza, el sinvivir que nos acucia cuando nos sobreviene el amago de una calamidad como la de esta inminente y ya casi real guerra entre Rusia y Ucrania, aunque la que nos preocupa es Rusia, ese pequeño e imperturbable Goliat eslavo con su detestable seguridad imperialista y ese estúpido orgullo nacionalista tan peligroso que comparten ambos contrincantes, ciegos y decididos a llegar hasta el final, que no podría ser otra cosa que la nada cósmica.

Publicidad

Aún son más aterradoras las imágenes de los niños llorando en los brazos de sus madres, y las de sus madres, desesperadas e incapaces de poner coto a tanto desamparo.

Pido perdón por si me estoy poniendo tremendo y alarmista, pero me han enseñado que las cabezas atómicas, estén donde estén, y pertenezcan a quien pertenezcan, nos harían mucho daño a todos en general. Por eso escribo desde una posición extremada y con el agobio del que se ha creído todo el mensaje nuclear completo, incluidas las películas, los libros y los documentales de la televisión.

Ahora una guerra en Occidente no sería una escaramuza de soldados con armas blancas o trabucos oscuros en un paisaje de sierras escarpadas o llanos inhóspitos, hoy se reduciría todo a un panel con botones en una sala aséptica, una pantalla oscura y la silueta conocida y siniestra de una última deflagración.

Publicidad

El único consuelo que nos queda es que las víctimas seríamos todos, y que tal vez y con suerte, ya no quedaría nadie para contarlo ni para cometer nuevos disparates.

Y ya lo dice el refrán... Mal de muchos...

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Prueba LA VERDAD+: Un mes gratis

Publicidad