¿Tiene nuestro vocabulario suficientes palabras para expresar la hondura del significado de la Encarnación?
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No, nunca será suficiente. Porque la encarnación de Dios es ... un acto que desafía cualquier comprensión humana. ¿Cómo describir que el Creador infinito, que sostiene el universo en el hueco de su mano, decida entrar en la historia a través de un portal tan pequeño como el seno de una mujer? Si intentamos abarcarlo, es como tratar de contener el océano en una copa: un misterio que desborda los límites de nuestra razón y nuestra palabra. Podemos decir que Dios se hizo uno de los nuestros, pero no alcanzamos a captar plenamente qué significa que lo eterno entre en el tiempo, que lo inabarcable se sujete a límites, que lo inmortal asuma nuestra mortalidad.
La encarnación no es sólo un acontecimiento histórico, sino un gesto de proximidad divina. Dios no sólo nos observa desde lo alto, sino que vive nuestras luchas, sufre nuestras penas y comparte nuestras alegrías. ¿Cómo describir el asombro de saber que Aquel que creó las estrellas decide nacer en un establo oscuro y humilde, tocando el polvo de nuestro mundo? Quizá la palabra que más se acerca al misterio sea «amor», pero incluso esa se queda pequeña ante la hondura de un gesto, que redefine la relación entre Dios y el hombre para siempre.
El vocabulario humano, vasto y precioso como un río de palabras, siempre encuentra sus límites cuando intenta abrazar la inmensidad de lo divino. Podemos desplegar términos sublimes, imágenes poéticas y metáforas profundas, pero ¿pueden siquiera acercarse al misterio insondable de un Dios eterno, que elige nuestra carne limitada, que abandona su trono celestial para compartir nuestras lágrimas y alegrías?
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¿Tiene nuestro vocabulario suficientes palabras para expresar el infinito amor que Dios tiene por su criatura humana?
Tampoco las tiene. La palabra «amor» es el término más sublime que poseemos, pero cuando la aplicamos a Dios, toca una dimensión que nuestra experiencia no puede comprender del todo. El amor de Dios no se mide como el nuestro, que a menudo está condicionado por nuestras fragilidades. Es un amor que nos antecede, que nos crea, que no depende de lo que hacemos, sino de lo que somos. Es un amor que se humilla para elevarnos, que se entrega sin reservas, incluso sabiendo que podemos rechazarlo.
El infinito amor de Dios se manifiesta en la cruz, pero empieza en el pesebre, en ese Niño indefenso que necesita el calor humano. ¿Cómo encontrar palabras que expliquen un amor que no pide nada a cambio, que busca únicamente el bien del otro y que está dispuesto a cargar con el dolor del mundo entero, para devolvernos a la vida? Los poetas, los místicos y los teólogos han tratado de describirlo, y aunque han llegado a grandes alturas, siempre han confesado que su obra es sólo un reflejo pálido de la realidad. La creación entera, con sus paisajes y maravillas, es un poema escrito por ese amor divino, pero incluso la naturaleza se queda corta para expresar lo insondable del corazón de Dios.
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El amor de Dios, eterno y desbordante, trasciende las palabras. Es como un cielo infinito que no puede encerrarse en los límites de nuestro lenguaje; como una luz que, por más que la describamos, siempre brilla más allá de nuestros intentos por describirla. Hablar del amor de un Padre que entrega a su Hijo para salvarnos es pisar un terreno sagrado, donde el corazón siente más de lo que la lengua puede expresar.
¿Tiene nuestro vocabulario suficientes palabras para expresar la gratitud que el ser humano debe a Dios Padre?
Y en cuanto a la gratitud, ¿cómo medirla? El ser humano debería vivir en una actitud de permanente reverencia interior, como el niño que encuentra y agradece el refugio en los brazos de su madre. Pero incluso esa gratitud, aunque verdadera y sincera, palidece frente a la inmensidad del don recibido. Porque no es sólo que Dios se haya hecho uno de nosotros, es que nos ha invitado a vivir en su amor eterno, en comunión con Él. Así, nuestras palabras son como leves susurros en el gran templo del cosmos: insuficientes, pero necesarias, porque son lo que tenemos para acercarnos al Misterio y responder al amor que nos creó.
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La gratitud, aunque sincera, se siente siempre insuficiente frente al don recibido. ¿Qué puede ofrecer la criatura al Creador que Él no tenga? ¿Cómo agradecerle el regalo de la existencia misma, el milagro de la redención, la promesa de la eternidad? Podemos cantar, orar, construir templos o dedicarle toda una vida, pero incluso esto es sólo un reflejo de lo que merecería. La gratitud que el ser humano debe a Dios no puede agotarse en palabras o gestos; debe ser una actitud vital, un reconocimiento constante de que todo lo que somos y tenemos proviene de Él.
La encarnación añade una profundidad especial a esta gratitud. No sólo agradecemos la vida, sino que agradecemos que Dios haya querido vivirla con nosotros. Agradecemos que Él haya elegido nuestro barro para moldear su gloria, que haya llevado sobre sus hombros nuestras miserias, y que nos haya abierto las puertas de una comunión, que no se romperá jamás. Pero también esta gratitud tiene una dimensión práctica: no basta con decir «gracias», sino que debemos vivir respondiendo a su amor. Agradecer a Dios significa cuidar del mundo que nos ha dado, amar al prójimo como Él nos ama, y abrir el corazón para que Cristo nazca en nosotros cada día.
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Así, la gratitud se convierte en algo más que un sentimiento o una palabra: se transforma en un estilo de vida, en un eco constante del amor que hemos recibido y que nunca podremos devolver del todo. La acción de gracias encuentra su expresión más pura en la eucaristía, donde nuestras limitadas palabras humanas se unen al sacrificio de Cristo, un sacrificio verdaderamente digno de la grandeza y bondad de Dios. Y aun entonces, nuestras palabras serán sólo un susurro humilde frente a la majestad del Misterio que nos salva.
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