La historia reciente nos recuerda que fue Hamás quien encendió la mecha de este último incendio en Oriente Próximo. Con su ataque indiscriminado, cruel y ... planificado, dejó tras de sí una estela de horror que ningún pueblo merece sufrir. Los israelíes, como cualquier otra nación, tienen derecho a defenderse, a proteger a sus hijos de la amenaza de quienes han hecho del terror una bandera. Esa verdad es incontestable.
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Pero lo que está ocurriendo después de ese inicio no tiene justificación posible. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ha convertido la legítima defensa en una maquinaria de devastación sin freno. La respuesta ya no se dirige solo contra Hamás, sino contra un pueblo entero que paga con sangre la desgracia de vivir bajo el yugo de quienes lo utilizan como escudo humano. Gaza, estrecha franja de tierra asfixiada, se ha transformado en un escenario de ruinas y cadáveres, donde la palabra «proporcionalidad» parece haber sido borrada del diccionario.
El plan que se desliza desde Tel Aviv, desplazar a más de un millón de gazatíes para despejar el terreno y declararlo «libre de terrorismo», raya en lo inhumano y lo delirante. Una especie de limpieza territorial que, bajo el disfraz de la seguridad, encierra un disparate de consecuencias incalculables. ¿Dónde irán esas familias? ¿Qué nación está dispuesta a acogerlas? ¿Qué futuro se construye sobre la expulsión de un pueblo entero? No hace falta ser palestino ni israelí para entender que ese camino conduce al abismo.
La tragedia no es solo local; cada misil que cae en Gaza y cada imagen de niños desenterrados de entre los escombros rebotan en todas las cancillerías del mundo, alimentan odios y alimentan el extremismo en otros lugares. Israel, que nació como un refugio seguro tras siglos de persecución, corre el riesgo de quedar marcado como el verdugo de un pueblo sin tierra. Y, con ello, debilitar la legitimidad moral de su propia existencia.
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¿Salidas? Ninguna parece fácil, y menos en un escenario dominado por el rencor y la sangre. Pero sí hay caminos que, aunque difíciles, serían los únicos que podrían abrir una esperanza:
•La derrota política de Hamás, porque mientras este grupo siga imponiendo su agenda de odio, cualquier intento de convivencia será imposible.
•El reconocimiento de la dignidad palestina, con un proyecto viable que permita a ese pueblo vivir en paz, sin sentirse condenado a la marginalidad ni a la expulsión.
•Una presión internacional firme y sin matices, que deje claro que el derecho a defenderse no equivale a arrasar un territorio entero, y que ninguna solución pasa por borrar del mapa a millones de personas.
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Quizá ahora suene ingenuo hablar de diálogo, de reconstrucción, de dos Estados que coexistan. Lo cierto es que cualquier solución que no pase por esos horizontes solo garantizará que la guerra se herede de padres a hijos, como una maldición interminable.
Hamás encendió la chispa, pero Netanyahu está lanzando gasolina sobre el incendio. Y entre las llamas, el mundo entero contempla cómo, otra vez, la razón política se estrella contra la sinrazón de la violencia. En Gaza no se juega solo el futuro de palestinos e israelíes, se juega la memoria de la humanidad y su capacidad de aprender de sus propias ruinas.
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Los integrantes del Grupo de Opinión 'Los Espectadores' son:
Jesús Fontes, Javier Jiménez, José L. Garcia de las Bayonas, José Izquierdo, Blas Marsilla, Luis Molina, Palmiro Molina, Francisco Moreno, Antonio Olmo, José Ortíz, Francisco Pedrero, Antonio Sánchez y Tomás Zamora.
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