Llorar

ALGO QUE DECIR ·

Nunca me ha afectado la muerte de los poderosos, porque no he dudado de que también ellos tendrían que morir alguna vez

Ha muerto la reina de uno de los países más importantes del mundo, y de pronto es necesario que nos detengamos en el sentido real ... de la palabra y de la institución, de lo que significa la monarquía y quien ejerce ese poder para un pueblo acostumbrado a que reinen sobre él durante muchos siglos. No es una mera cuestión ideológica, no se trata de ser monárquico o republicano, se trata, insisto, de detenerse en el dolor que causa a todo un pueblo, tan civilizado, moderno y tan rico como el anglosajón el fallecimiento de su monarca, una mujer que heredó su poder de sus antepasados sin otro mérito que el del linaje y el apellido, para la que fueron creados todos los homenajes, todas las lisonjas y todos los halagos, entre los cuales el del dinero no ha sido el menor, pues se dice que la suya es la mayor fortuna del mundo.

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Ha muerto la reina de Inglaterra y sus súbditos lloran a moco tendido en todas las imágenes de las televisiones del mundo y de los periódicos, y este detalle, tal vez nimio, no puede dejar de provocarme cierto pasmo, no solo porque nunca he entendido el dolor excesivo por la desgracia ajena, sino porque en este caso, además de tratarse de un óbito natural, en una edad muy avanzada, quien se ha ido de este mundo pertenece al más alto nivel social y económico y a su familia no ha de faltarle nada.

El llanto y la congoja por los más necesitados, por los enfermos y los moribundos, por las catástrofes mundiales posee una explicación lógica y humana, pero la aflicción desbordada por los grandes personajes tiene algo de impudicia que nunca he llegado a comprender del todo. Nunca me ha afectado la muerte de los poderosos, porque no he dudado de que también ellos tendrían que morir alguna vez y que con ellos no se iba parte alguna de mi ser o de mi familia, no he sido nunca mitómano ni he experimentado una particular predilección por ningún individuo, personaje o figura de elevado estatus que me llevara a atormentarme por su final y a derramar alguna lagrimilla, reconozco que no soy de lágrima fácil, porque recuerdo que tampoco lloré cuando murió Franco o Juan Pablo II ni creo que llore cuando pase a mejor vida alguno de nuestros gobernantes actuales.

La aflicción desbordada por los grandes personajes tiene algo de impudicia

Considero que nos lamentamos por la ida de quien estuvo cerca de nosotros y con el que creamos algún vínculo personal, con quien compartimos un pedazo de vida y del que recordamos palabras y momentos, pero del que solo hemos visto su rostro en la televisión, hemos leído de él y sabemos que existe por los medios no deberíamos hacer ostentación de desconsuelo, al menos en grado sumo, sobre todo en el caso de un pueblo y de una cultura que no es propicia a las emociones fáciles y públicas, que las ha considerado siempre debilidades impúdicas y que ha tendido a bien guardarse en el lugar más recóndito sus turbaciones y sobresaltos anímicos.

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Nosotros, los del sur, más tiernos y cálidos, hemos llorado siempre a modo en los velorios y no hemos escatimado ni humor acuoso ni desgarro doliente ni profusión de muecas y visajes apenados, porque todas las debilidades nos son propias y nos atañen, pero reconocemos que somos un pueblo sensible e impresionable, dado a todas las conmociones, y generador de leyendas y quimeras, entre ellas, las de la obediencia ortodoxa a un gobierno omnipresente por la gracia de Dios y sin otra lógica que el parentesco familiar y el azar histórico.

Ojalá pasen muchos años antes de que España viva una situación semejante a la de nuestros vecinos europeos, pero tengo para mí que por una vez no nos será impropio llorar con la profusión y la generosidad con que solemos y nadie en el mundo nos afeará nuestra proverbial sensiblería.

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Hemos descubierto estupefactos en estos días de duelo sin par que, como rezaba aquel proverbial título televisivo, los ricos también lloran.

¡Y de qué modo!

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