La liberación del hombre

ALGO QUE DECIR ·

Hasta que los hombres y las mujeres no aprendamos a estar con nosotros mismos, no sabremos vivir tampoco con los demás

Miércoles, 29 de septiembre 2021, 01:22

Ahora les toca a los hombres. Ahora me toca a mí. Nos parieron con dolor las mujeres después de llevarnos en su vientre nueve largos ... meses. Nos dieron la primera leche, nos limpiaron cuidadosamente y nos mimaron hasta lo indecible. Ni un plato ni una cuchara me dejó lavar mi madre; no hice jamás una cama, aquellas camas antiguas con colchones de lana que las mujeres de la casa debían mullir cada día para que nos los encontráramos esponjosos y blanditos. Si lo pienso bien durante un minuto, todo fueron mimos y ternuras hasta que encontramos a nuestra compañera. Todavía en mi época las jóvenes se adiestraban a conciencia en las labores del hogar, y encima, estudiaban una carrera universitaria y terminaban ejerciendo una profesión de cierto nivel. Nosotros nos lo encontrábamos todo hecho, pues la mujer que habíamos elegido o nos había elegido más bien, ganaba un buen sueldo, era culta y sensible y cocinaba como su madre.

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En algún momento de este proceso natural y legítimo, yo me di cuenta de que los hombres estábamos perdiendo la partida ¿Para qué nos iban a necesitar las mujeres de ahora en adelante? ¿Qué podían buscar en nosotros que ellas no tuvieran? Y ya no hubo quien las parara, cargadas de razones y de razón, poderosas y empoderadas, bellas e inteligentes, madres, amantes y amigas con las que nos relacionábamos en igualdad de condiciones. Los hombres mayores nos miraban compadecidos porque no les era posible entender semejante metamorfosis en tan escaso lapso de tiempo. De ahí a la guerra de sexos fue apenas un suspiro. Ellas exigían lo suyo, pero también lo de sus madres y lo de sus abuelas y a veces se remontaban hasta Isabel La Católica en su afán por acumular causalidades.

Por aquellos días sucedió lo mío y me quedé solo. Solo para todo. Lejos de amilanarme, viví el extraño prodigio de descubrir mi soledad, de detenerme en algunas tareas que no había realizado casi nunca, como hacer la cama o fregar los platos, aunque me negué obcecado desde el primer día a planchar. Me limitaba a secar las camisas y los pantalones sujetos a las perchas para que no perdieran su forma originaria y al resto que le fueran dando. Total, una arruga más o menos no podía ser importante. En cuanto a la comida, podía tomar el camino de un exhaustivo aprendizaje culinario tan de moda hoy en día pero me incliné por comprarla ya hecha en los innumerables establecimientos de los que disponemos en cualquier ciudad y debo decir que me va muy bien en ese aspecto. Dormir solo es otra de las contrariedades de mi nuevo estado, sin aludir al sexo que es asunto muy personal e íntimo y que no siempre resuelven satisfactoriamente los matrimonios. También aquí encontré la paz y el buen camino (¿o es al revés?). Pues desde la primera noche me apoderé de la cama y del sueño, de la libertad de acostarme a cualquier hora sin esperar a nadie y me desprendí de la humillante sensación de que tampoco nadie querría aquella noche algo conmigo.

Era libre, estaba solo y contaba, por fortuna, con un millón de amigos. Fue por aquellos días cuando tuve la revelación de que había llegado también la hora para el hombre. Asumí que controlar tu propia vida y no depender de nadie era el premio a la osadía por haber elegido estar solo. No impartiré doctrina alguna desde esta columna, pero estoy seguro de que hasta que los hombres y las mujeres no aprendamos a estar con nosotros mismos, no sabremos vivir tampoco con los demás.

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Tan elemental como cierto.

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