Uno de los paisajes que mejor ilustran mis sueños sobre la niñez, me lo proporciona el río Mula, en su discurrir a la vera de ... los Baños. El primer mar que vi fue el Menor, apenas unos segundos, desde una bocacalle que terminaba en azul, cuando de zagal atravesaba yo Los Alcázares en un camión cargado de vino de Jumilla. Y el río que conocí mucho antes que el Segura, fue el que ameniza los Baños de Mula. Un mar y un río de juguete. A la medida de mi corta edad.
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Así fui coleccionando, de menor a mayor, estas geografías que, en el catálogo de la Naturaleza, tienen particular carácter. Hace años que no acudo a remirar el río Mula. Pero he sabido por el periódico que el presidente de la Confederación, como la llaman, y el alcalde muleño lo acaban de visitar. Con ánimo de adecentarlo. Mal deben de andar cauce y caudal, según se deduce de una foto en la que aparece la autoridad con un montón de maleza seca tapándole los zapatos.
Descubrir ese río y ese mar fueron dos inolvidables sucesos sobre el mundo y la vida. (No tendría yo más de nueve o diez años) El veraneo familiar, acabada aquella guerra, consistía en pasar una semana en los Baños de Mula, coincidiendo con la Feria de Jumilla. Así se aprovechaban los días llamados inhábiles. Y el río era, joder, para nuestro gusto de zagales, el mejor de todos los ríos.
Lo cruzábamos mil veces saltando de piedra en piedra. Las había que eran como un pan casero (por grandes, redondas y lisas), pero de color blanco. El caudal era solo de primera comunión, pero más que suficiente para divertirnos. Después de tanto vadearlo, terminábamos con las culeras mojadas y enervados por tantas sensaciones agradables. Los juncos, planta maravillosa, como parte de un verde castillo de fuegos artificiales disparado de abajo arriba. Mandaba un sincero olor y sabor a humedad bajo un sol machacante. El ruido del agua: la del río y la de los chorros que caían, desaguando los baños de las casas de la Calle Mayor, que daban la espalda al cauce.
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A ver si es verdad que lo arreglan.
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