VIERNES SANTO. No es fácil de explicar, aunque sí de entender, lo que sucede en Jumilla esa mañana. Es la procesión más larga de todas. ... En sí misma y también por el recorrido. Viene a ser suma y resumen de la Semana Santa. Con tantas afluencias (capuruchos, imágenes, músicos, flores, prisas, perfumes, sudores, sensaciones y disciplinas), que ver formarse el cortejo, en el entorno de la iglesia del Salvador, es ya un espectáculo concurrido. Hay un añadido personal para mí emocionante. Me han prestado una túnica de la Hermandad del Rollo.
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Es tradición que, durante esa mañana, los bares despachen más gambas a la plancha que en todo el año. Quizás la costumbre tenga que ver con la abstinencia. En estos primeros años de la postguerra, semejante galguería como aperitivo es un lujo. Muchos zagales prueban hoy el delicioso marisco por primera vez. Y no nos lavamos las manos hasta la noche, para poder conservar la olorcica.
La mañana huele a gambas, pero también a azúcar. Porque, acabada la procesión (cuando se rasga el velo del templo), tiene lugar una tupida lluvia de caramelos. Bajan las persianas, colocan maderas que protejan los cristales, entornan las ventanas y, mientras desfilan los procesionarios a marcha rápida, los caramelos chocan contras las fachadas y los capuces. Los cuerpos se encogen y las manos en la cabeza intentan atenuar el caramelazo. Cristo se está muriendo en la cruz.
Hoy se ha cumplido mi ilusión de ser capurucho. Con la Hermandad del Rollo, quizás la más arriscada y competitiva. Yo tenía una misión principal: obsequiar a una concreta zagalica, que estaría sentada en un concreto lugar. No con caramelos de esos corrientes, sino con una caja de bombones. Hay nervios, gafas empañadas por culpa del embozo y cruce de miradas. La operación ha sido un éxito.
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Con frecuencia, a la lluvia de caramelos sucedía un tormentucho de granizo. Ignoro si era castigo de Dios o apoteosis de la festividad. Esa noche, el Entierro (realzado por el Yacente del escultor Planes) se suspendía. Las calles desiertas brillaban por la humedad, bajo la luz cálida de las peras a lo largo de las fachadas. Era la postal de una Semana Santa cuando menos diferente.
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