Hoy, martes, hablaremos de partidos... –¿De los políticos?
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Eso es.
–O sea: la bufa la gamba.
Pues usted sabrá, que tiene más trato con ... ellos. Yo (que voto poco y me faltan unos meses para ser demócrata de toda la vida) los respeto a todos por igual, precisamente porque no pertenezco a ninguno.
–Pero eso no está bien.
Uno es que ya no aprovecha para ciertas cosas. Ser partidista, si no te lo administras bien, puede producirte más de un trastorno mental transitorio. Esta probabilidad afecta sobre todo a quienes se lo toman demasiado a pecho. Son los que entienden que, en política, lo primero de todo es el partido. Por encima incluso de quien lo fundó. Hasta el punto de sobrestimarlo con razón o sin ella.
–¿También manque la cague?
¡Manque, manque! ¡Ya lo creo que sí! Una actitud tan extremada da lugar a que la política como tal se resienta. Al decir 'como tal', me refiero a la buena política. A la que es objetiva, benéfica, justa, razonable y razonada, amén de llevadera. Quien defiende a su partido como a sí mismo, todo lo ve a través de un cristal deformante. Y no hay manera de que entre en razones, por más que estas sean convincentes. Cuando habla el partido es como si hablara Dios. Y el empecinamiento en justificarlo conduce a defender a tope posturas que, en realidad, no tendrían razón de ser. Por eso los tertulianos adictos a un partido se ponen como se ponen. Quiero decir frenéticos, gritones, intransigentes y cabreados por un quítame allá una ligera crítica. La exaltación a ultranza del partido propio mueve a furibundos ataques contra el opuesto o nada más que diferente.
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–Y, a lo mejor, el incondicional ni siquiera paga la cuota.
Se dan casos, y si le digo a usted otra cosa miento. Fíjese el lector en que (incluso entre quienes de la noche a la mañana se pasan de un partido a otro), nada más cambiar de chaqueta ya defienden al nuevo con el mismo afán que usan disparándole al que acaban de abandonar. ¿Y qué podemos hacer con esas personas? Lo único eficaz es darles un valium y acostarlas.
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