En la Región de Murcia se está cruzando una línea peligrosa: la de utilizar a menores migrantes como herramienta política. Es una decisión cobarde, injusta ... y moralmente indefendible. La retirada del plan de compra de viviendas para acoger a menores extranjeros no acompañados –por presión de Vox– es un acto que no solo abandona a niños vulnerables, sino que degrada el papel del Gobierno autonómico a simple cómplice del chantaje ideológico.
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Los datos desmontan el relato alarmista. En 2024, se atendió a 741 menores migrantes solos. Actualmente hay 619 plazas de protección ocupadas –de las cuales 309 son menas– en una red que ya supera el 200% de su capacidad. No hay crisis migratoria. No hay avalancha. Solo hay menores solos que necesitan protección. Representan el 0,02% de la población regional y, aun así, acaparan un discurso de alarma fabricada, que oculta la verdadera emergencia: la incapacidad de una administración para cumplir su deber.
Todo esto sucede en una comunidad donde el 16% de la población es inmigrante, y casi uno de cada diez habitantes procede de África. En una sociedad plural como la nuestra, poner el foco político en un grupo tan pequeño y vulnerable no es solo desproporcionado: es un despropósito ético.
Los datos desmienten la narrativa del colapso. Lejos de saturar el sistema sanitario o educativo, los menores migrantes representan un gasto inferior al promedio regional, tanto por su menor frecuencia de uso de recursos como por su juventud. Y desde el punto de vista educativo, lo que se requiere no es exclusión ni señalamiento, sino inversión en refuerzo lingüístico, atención psicosocial y formación docente. Lo contrario es alimentar la marginación y perpetuar la desigualdad.
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Como pediatras, como profesionales de la salud, y como ciudadanos responsables, no podemos permitir que el miedo o el oportunismo político marquen las políticas públicas hacia la infancia. La Convención sobre los Derechos del Niño –ratificada por España– establece con claridad que el interés superior del menor debe prevalecer por encima de cualquier otra consideración, incluyendo el origen nacional, la situación administrativa o el contexto migratorio. Lo contrario no solo vulnera compromisos internacionales, sino que erosiona nuestra ética institucional y nuestra humanidad compartida.
La protección de estos menores no es una concesión, sino una obligación legal, moral y sanitaria. Son niños y adolescentes que han cruzado fronteras, muchos de ellos solos, huyendo de la pobreza, del abandono o del conflicto. Su única expectativa es vivir en paz, estudiar, trabajar algún día y construir un proyecto de vida. Convertirlos en chivo expiatorio de nuestros miedos colectivos o del cálculo electoral es una forma de violencia institucional que ninguna sociedad democrática debería tolerar.
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Y mientras tanto, el Gobierno propone «convenios con terceros países» como solución. Pero eso es humo legal. Las CC AA no tienen competencia para firmar acuerdos internacionales. Es una huida hacia adelante que busca evitar lo único que hace falta: actuar con humanidad, responsabilidad y planificación.
Yo hablo desde la pediatría, pero también desde la conciencia. Y desde una raíz cristiana que forma parte de mi vida y de la educación recibida. Mis padres me enseñaron (especialmente mi madre) –desde una fe sencilla, vivida más que proclamada– que no se abandona a un niño. Que la dignidad humana no tiene pasaporte. Que quien ve sufrimiento y calla, también es responsable.
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Esas raíces cristianas siguen hablándome hoy, cuando veo cómo se convierten en problema a quienes solo deberían ser acogidos como hermanos pequeños. Cuando se deja de ver a los menores como personas y se les convierte en problemas, la sociedad entera fracasa. En la Región, hoy, estamos fallando. Pero aún hay tiempo para rectificar, con coraje, con técnica y con humanidad. Esta columna no es solo una voz profesional ni una reacción técnica. Es una convicción moral: proteger a un menor es un acto de humanidad, de ciudadanía y de fe.
Clama también el silencio. El de muchas ONG regionales que antes alzaban la voz. El de oficinas que representan los derechos de la infancia en abstracto, pero no en concreto. El de un tercer sector que, con excepciones valientes, asiste con resignación al retroceso. Silencio en las instituciones, en los pasillos, en las ruedas de prensa. Silencio donde debería haber denuncia.
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Proteger a un menor no es una opción ni un gesto político. Es un deber legal, ético y humano. Si no somos capaces de cuidar a nuestros niños y jóvenes –vengan de donde vengan– ¿qué clase de sociedad estamos construyendo?
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