En 1895, el periodista vienés de origen judío Theodor Herzl, fundador y líder de la Organización Sionista Mundial, escribió en su diario (póstumamente publicado como ... sus diarios completos, de los que existe edición en castellano): «Debemos expropiar con delicadeza la propiedad privada de las fincas que se nos asignan. Trataremos de animar a la población que carece de dinero a que cruce la frontera, procurándole trabajo en los países de tránsito, mientras se le niega en nuestro propio país. Los propietarios se pondrán de nuestro lado. Tanto el proceso de expropiación como el desalojo de los pobres deben realizarse de manera discreta y comedida».
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Este siniestro pasaje encapsula la esencia del proyecto colonizador del movimiento sionista: la expulsión de la población autóctona de Palestina, para hacer realidad el llamamiento expreso de Herzl a establecer un Estado soberano para los judíos. De hecho, Herzl, en la carta que contribuyó a redactar en 1901 para la Compañía de Tierras Judeo-Otomana, plantea el traslado de la población de Palestina a «otras provincias y territorios del Imperio Otomano». Por tanto, en el ADN del sionismo reside, innegablemente, la aspiración a gozar no ya de un Estado soberano, sino exclusivista.
El partido de Netanyahu, el Likud, hunde sus raíces en el movimiento nacionalista Beitar, fundado por Zeev Jabotinsky, ideólogo del sionismo revisionista, y que en 1923 escribía: «La colonización sionista (...) solo puede avanzar y desarrollarse bajo la protección de un poder que sea independiente de la población autóctona [situado] tras la muralla de hierro que esta no pueda traspasar». La metáfora de la 'muralla de hierro' encarna la idea de que solo mediante el uso de la fuerza militar se disipará la resistencia árabe.
Sin embargo, como sabemos, en octubre de 2023, una 'muralla de hierro' muy real, nada metafórica, la que rodea a toda la Franja, sí que fue atrozmente traspasada por las milicias de Hamás, dejando tras de sí un reguero de cientos de muertes y secuestros, desencadenando la apuesta decidida del Gobierno de Netanyahu por culminar el sueño sionista de Herzl, cueste lo que cueste. Y, cabe añadir, no tanto para garantizar la supervivencia del Estado judío, sino para asegurar la supervivencia política de su primer ministro.
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Primero, perpetrando una limpieza étnica de la población palestina, aún más terrible que la ocasionada en 1948 por parte de las milicias sionistas y el ejército israelí, que supuso la expulsión de más de la mitad de la población árabe del territorio. Según fuentes palestinas, ya habrían fallecido a lo largo de estos casi dos años de ofensiva israelí más de 65.000 personas, de las cuales un 75% serían mujeres y niños. Sabemos, no obstante, por estudios epidemiológicos como el publicado en la prestigiosa revista 'The Lancet' en enero de este año, que esa cifra de víctimas mortales es una cota inferior, que infraestima la auténtica mortandad causada por el ejército israelí. Aplicando la metodología utilizada en el estudio referido, la estadística actual de defunciones llegaría a más de 92.000. Una cifra semejante a las muertes que se estima tuvo lugar en Bosnia y Herzegovina a resultas de la guerra de los Balcanes, entre 1992 y 1995. Y es que un genocidio es un genocidio, ya tenga lugar en Srebrenica o en Gaza.
Segundo, tal y como afirmó recientemente la relatora especial de la ONU para los territorios ocupados, Francesca Albanese, haciendo de la Franja «un lugar inhabitable». La magnitud de la demolición del parque de viviendas gazatí es de tal calado que, según la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, se estima en más de un 90% el número de viviendas residenciales destruidas o dañadas.
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Y aquí estamos, escuchando los ecos de las palabras de Herzl en las declaraciones de los ministros ultraderechistas israelíes, que hablan de incentivar la «emigración voluntaria» de los palestinos, especulando con destinos como Etiopía o Libia, al tiempo que aseguran que Israel y EE UU ya están negociando el reparto de la Franja, para llevar a término el proyecto inmobiliario diseñado por Trump y sus asesores, que convertirá a Gaza en la «Riviera de Oriente Medio». Y para que no quepa duda de que la auténtica pretensión de Israel es imposibilitar la viabilidad de un Estado palestino, se anuncia el proyecto de creación de una colonia de 3.400 viviendas en Cisjordania –donde gobierna la Autoridad Nacional Palestina, que sí reconoce al Estado de Israel– para partir por la mitad este enclave y «enterrar la idea de un Estado palestino».
Vivimos, pues, la consumación de un proyecto colonial decimonónico en pleno siglo XXI; una era que creíamos poscolonial. Una evidencia más de que, en realidad, a diferencia de lo que pensaba Hegel, la Historia no tiene fin, sino que retorna, una y otra vez, convenientemente versionada.
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