La realidad siempre supera a la ficción, por más que pongan sobre la mesa todo su ingenio e imaginación los directores de cine, con los ... más modernos sistemas para hacer que lo blanco sea negro, con esos sofisticados efectos especiales que convierten una vulgar mentira en una verdad incuestionable.
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Eso es lo que sucede con las reliquias, que, desde que funciona internet, ocupan un espacio más que considerable en las redes sociales. Hace unas semanas visité en Padua la basílica donde se veneran los restos de san Antonio, uno de los santos más populares en todo el mundo, que, aunque nacido en 1195 en Lisboa, acabó en tierras italianas, donde murió un 13 de junio de 1231 en loor de santidad, nunca mejo dicho.
Allí, dentro de un sarcófago chapado de mármol rojo, rodeado de velas y cientos de exvotos –brazos, piernas, cabezas, troncos... y otras partes insospechadas, imposible de describir–, de fotografías de niños y de ancianos, de ciudadanos comunes que ruegan por su propia salvación –espiritual y corporal– y por la de los suyos, se conserva solo una parte del humilde franciscano, que, tras su muerte, fue troceado como un pollo en manos de un hábil carnicero.
El resto, las partes que faltan, son puras reliquias que descansan en una capilla de la misma iglesia, expuestas a la curiosidad del público que se agolpa ante el cristal que las protege. En un bonito nicho, al margen de cálices, casullas y otros objetos eclesiásticos, está el aparato bucal del santo, el mentón, con todas sus piezas intactas, y la lengua incorrupta, larga y rosada, cuya perenne frescura fue lo que más sorprendió a quienes, en 1263, con san Buenaventura a la cabeza, trasladaron los restos de san Antonio desde la pequeña iglesia de santa María hasta la actual basílica, construida en su honor. Si había sido uno de los predicadores más brillantes de su tiempo, por lo que fue nombrado, además de santo, doctor de la Iglesia Católica, a nadie le puede extrañar que su lengua aún permanezca completamente intacta, lozana, como el primer día.
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A san Antonio, testigo directo de alguna de las predicaciones del mismísimo san Francisco de Asís, no le tembló la mano cuando se encargó personalmente de acabar con los cátaros franceses, así como otras herejías de la época. Fue el segundo santo, tras san Pedro Mártir de Verona, más rápidamente canonizado. En un documento antiguo, escrito por uno de sus contemporáneos, se destaca su bondad hacia las prostitutas, así como su destreza a la hora de disuadir a los ladrones más famosos, a los que amonestaba por «sus fechorías de meter las manos en las cosas ajenas». Entre sus más renombrados milagros se cuenta que una mula se arrodilló, por orden del santo, ante la Eucaristía. También recibió, cuando aún era un simple fraile, la visita del Niño Jesús en su celda, por lo que en las imágenes se le representa con Él en sus brazos.
El tráfico de reliquias ha ido en aumento en estos últimos años. Ahora es frecuente asistir a una desvergonzada compraventa por internet, por lo que el propio Vaticano, que ha visto negocio, ha decidido tomar cartas en el asunto, obligando a los vendedores a expedir un certificado de autenticidad, firmado, claro está, por la Santa Sede.
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Se exhiben o se subastan suspiros de ángel, debidamente almacenados en una botella, un pelo de la barba de Jesucristo, la pluma con la que san Mateo escribió el Evangelio, el prepucio, el cordón umbilical y los pañales del Niño Jesús, unas gotas de leche extraídas del pecho de la Virgen María, la cola del asno que portó a lomos a Cristo, y hasta dos plumas y un huevo –y parte del otro, que dirían en mi pueblo– del Espíritu Santo, que se conservan en la catedral alemana de Mainz. Ni qué decir tiene, que a quienes contemplan estas maravillosas plumas y el huevo de marras se le perdonan todos los pecados. Previo donativo, claro.
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