La guinda del pastel de mierda
Hace unos días, en mi vuelo de regreso de Cracovia, en el aterrizaje, apenas dos o tres personas aplaudieron la hábil maniobra del piloto de turno
Recuerdo que, a principios de los años ochenta, cuando yo viajaba mucho más, atravesando, dos o tres veces al año, el Atlántico para asistir a ... congresos en los Estados Unidos y Canadá, los aeropuertos, tanto los españoles como aquellos otros situados al otro lado del 'charco', eran poco menos que una especie de 'pasarela' por donde desfilaban personas vestidas con absoluta elegancia, con traje, corbata y chaqueta muchas de ellas, o ataviados con algo más ligero, en plan 'sport', con unos zapatos cómodos, para soportar la travesía. Rara vez me tropecé con gente en chándal, aunque fueran limpios y de buena marca, como los que se compran algunos políticos cuando ingresan en prisión para expiar sus muchos pecados.
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Es cierto que no existían los vuelos baratos, y los billetes de avión costaban un potosí. Si bien es verdad que, una vez a bordo, te servían, para empezar, una estupenda copa de champán y un ligero tentempié hasta que, un rato después, llegaba el almuerzo o la cena que, aunque siempre escasa, y comprimida en esos asépticos recipientes de poliuretano, se servía caliente y tenía un sabor agradable.
Viajar ahora en avión está al alcance de cualquier mortal. Las terminales de los aeropuertos son como las antiguas estaciones de autobuses. Y las etiquetas han pasado a mejor vida, porque para el personal no deja de ser un mero trámite, es decir, un medio como otro cualquiera para llegar en el menor tiempo posible al lugar deseado. De ahí que se vean chancletas de todo tipo y color, ropa holgada, plumíferos que parecen de corresponsales de guerra. Se habla en voz alta, como en los bares, sin recato alguno, y nadie pone el grito en el cielo cuando, a veces, con varias horas de retraso, te meten a presión en una auténtica lata de sardinas en donde uno acaba enfermo de las rodillas por el poco espacio disponible, y en el que hay que saber utilizar los codos, como un jugador de fútbol americano, para hacerse un sitio entre la masa.
Hace unos días, en mi vuelo de regreso de Cracovia, en el aterrizaje, apenas dos o tres personas aplaudieron la hábil maniobra del piloto de turno. Me extrañó mucho. Lo mismo es que se están perdiendo las buenas costumbres y que el hecho de haber adquirido un vuelo barato no nos obliga a agradecimiento alguno. No hace tanto, el aplauso era unánime, cerrado, efusivo, como una descarga de todos los miedos acumulados durante la travesía.
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A principios de los noventa, tuve ocasión de asistir a una cena en la que nos reunimos el decano de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Ginebra, mi amigo Joao Burle, y un piloto brasileño perteneciente a la Crossair. Fue la ocasión de mi vida para preguntarle sobre los secretos de un oficio del que apenas se cuenta nada. Hablamos sobre esa circunstancia, tan anómala, de estar viviendo en países diferentes casi todos los días; de la dificultad de adaptarse, de manera tan rápida, a las costumbres y a la idiosincrasia de una tierra que no es la tuya; de la necesidad de hablar, casi siempre, una lengua que no es la que aprendiste de tus padres... Hasta que llegó el momento, ya al cabo de la noche, cuando habíamos consumido un par de botellas de buen vino, en el que le pedí su opinión sobre los dichosos aplausos que estallan tras el aterrizaje.
Entonces, con una lentitud propia de lo buenos pistoleros, dejó sobre la mesa la copa que acababa de llevarse a los labios, me miró a los ojos y, con un gesto entre serio y divertido, me respondió: «Son tantas y tan variadas las circunstancias que suceden en una cabina de mando a lo largo de un vuelo, y que nunca contamos a nadie, ni siquiera al resto de la tripulación, que la mayoría de las pilotos, aunque agradezcamos el gesto, llamamos a ese aplauso la guinda del pastel de mierda». No hubo más preguntas.
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