¡Aseiteeee!

Nada es lo que parece ·

El aceite salvó muchas vidas y ayudó a crecer a aquellos niños que hoy vemos posando en las fotografías en blanco y negro

Paco Rabal, con su acostumbrada retranca y campechano humor, propio de la zona que se sitúa entre Calabardina y la Cuesta de Gos, en el ... municipio de Águilas, solía contar a sus amigos que, en sus primeros años como actor, cuando todavía era un simple aspirante al oficio de cómico, cierto día, con el fin de poder ilustrarse –que es sueño de los que nacen pobres de solemnidad–, fue a visitar a don Dámaso Alonso, el poeta de la Generación del 27 y, ya por entonces, presidente de la Real Academia de la Lengua, para que le prestara unos cuantos libros que el autor de 'Hijos de la ira' considerara imprescindibles para andar por la vida.

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Don Dámaso, que tampoco era manco cuando era preciso tirar de sano humor y recurrir a la fina ironía, tras depositar, con toda delicadeza, en las manos de Paco unos cuantos volúmenes, impecables y bien seleccionados, le advirtió: «Pero ande usted con mucho cuidado, que en las casas de los pobres siempre hay muchas manchas de aceite».

Últimamente, en las redes sociales está de moda hacer chistes y echar mano de deliciosas chirigotas a propósito del desorbitado precio del aceite, después de tantos años de estar catalogado entre la alimentación propia de los que tienen lo justo para vivir y no pasar hambre. Hace unos días, por ejemplo, alguien dejaba plasmado un tuiter con el que venía a decir que hay gente que va por la calle con la camisa manchada de aceite, con la intención de dejar constancia de su poderío económico.

¿Qué decir del aceite que no sepamos ya a estas alturas? Fue, junto con otros cuantos alimentos, uno de los salvadores de quienes pasaron necesidades durante la posguerra y hasta bien entrados los años sesenta del siglo pasado. Con un trozo de pan, embadurnado de aceite de oliva, que era barato por entonces y casi el único que se conocía en los hogares, y con una pizca de sal o, para los privilegiados, de azúcar, se convertía uno en el rey de Roma, en el ser más feliz del planeta Tierra. Sin duda, el aceite salvó muchas vidas y ayudó a crecer a aquellos niños que hoy vemos posando en las fotografías en blanco y negro, junto a su maestro, con caras tristes y las cabezas rapadas, para combatir los piojos, que eran, por entonces, la auténtica y verdadera arma de destrucción masiva.

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El aceite, cuya etimología procede del árabe 'azzáyt', y esta del arameo 'zaytá', ha producido en la lengua española, no sólo memorables páginas literarias desde la Edad Media, con los denuestos entre el aceite y el agua, sino también abundantes dichos y refranes, nacidos del saber popular. Como aquel que dice: 'Aceite y vino, bálsamo divino'; o este otro: 'El remedio de la tía Mariquita, que con aceite todo lo quita'. Porque no sólo estaba el urgente asunto de la alimentación –'Primum vivere, deinde filosofare', como sentenció el sabio Aristóteles–, que era prioritario en una sociedad literalmente hambrienta, de la que surgió un personaje llamado Carpanta, que soñaba con pollos y paletillas de jamón. A ello habría que añadir ese otro componente terapéutico del aceite, que se convirtió en un remedio casero contra todo tipo de enfermedades: desde espantar a las lombrices que nos recomían por dentro, hasta curar esos herpes que casi todos los niños de entonces, como una especie de herida de guerra, exhibíamos en nuestros labios.

De haber vivido para contarlo –o cantarlo, mejor dicho–, la inolvidable Celia Cruz, con su inconfundible y potente voz de reina de la salsa, con todo lo que ha sucedido en estos últimos meses con la cesta de la compra, a buen seguro que hubiera cambiado su conocido y simpático grito de guerra –«¡Asuuuucarrr!»– por este otro menos glamuroso, pero mucho más acorde con los tiempos que corren: «Aseiiiiiiteeee!».

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