Adiós, Poeta...

Neruda seguirá siendo uno de los más grandes en lengua española. Y, al mismo tiempo, uno de los personajes más curiosos y oscuros de su época

Dentro de unos días, el 7 de marzo, sabremos si Pablo Neruda, fallecido en septiembre de 1973, murió por envenenamiento, asesinado por los enemigos del ... gobierno del presidente chileno Salvador Allende. Uno de sus familiares más cercanos, su sobrino Rodolfo Reyes, a la espera del comunicado oficial con el que se dará a conocer públicamente el informe definitivo, ha filtrado a la prensa que su tío fue intoxicado con la bacteria que provoca el botulismo, un bacilo que ataca mortalmente al sistema nervioso, días después del golpe militar perpetrado por Pinochet, cuando el autor de 'Los versos del capitán' se hallaba postrado y enfermo, aunque con vida, en la clínica de Santa María de Santiago de Chile en donde luchaba contra una enfermedad que, de manera lenta pero segura, le iba corroyendo por dentro.

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El diagnóstico, sea el que fuere, no va a cambiar mucho las cosas, al margen naturalmente, de ratificar la barbarie de un estúpido y sangriento golpe militar que nunca debió haber ocurrido. Neruda seguirá siendo uno de los poetas más grandes y soberbios en lengua española que han parido todos los siglos. Y, al mismo tiempo, sin que ello desluzca ni un ápice la afirmación anterior, uno de los personajes más curiosos, contradictorios y oscuros de su época, autor de frases tan rotundas y geniales como aquella en la que manifiesta: «Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera».

En 'Adiós, poeta...', obra con la que el escritor Jorge Edwars, amigo de Neruda y secretario personal en la embajada de Chile en París, obtuvo el Premio Comillas de ensayo en 1990, se cuenta, con pelos y señales, con todo lujo de detalles, la vida, un tanto estrambótica y exagerada, de este premio Nobel. Un hombre de «cultura alcohólica» cuyos frecuentes antojos, «extravagantes y costosos», se convertían de inmediato en imperiosas necesidades. Edwards, novelista notable y ensayista de éxito a raíz de la aparición de su libro 'Persona non grata', donde relata sus feroces enfrentamientos con Fidel Castro, trató de huir siempre del 'nerudismo', esa enfermedad, que, según él, «devoró a diversos personajes de mi tiempo», y de la que solo unos cuantos consiguieron escapar con no pocas cicatrices.

Pese a su fama de tipo solidario, afable y bondadoso de la que gozaba Neruda, Edwards, en esas brillantes y sinceras páginas, pone de manifiesto su fiera y persistente enemistad con escritores de las más distintas y diversas ideologías, como Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén –al que llamaba Guillén, 'el malo', para distinguirlo del poeta español Jorge Guillén– o Nicanor Parra. Tampoco tuvo mucha compasión con autores del pasado por los que, con carácter retroactivo, mostró un odio extraño y visceral: «Si las hienas escribieran –llegó a confesar en cierta ocasión–, lo harían como Kafka». ¿Qué mal le había infligido el pobre escritor checo, fallecido en 1924, tan tempranamente, con apenas cuarenta años, en el más absoluto anonimato?

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Edwards me dijo en cierta ocasión, durante un encuentro literario en Murcia, tras haber obtenido el Premio Cervantes, que, si hubiera contado todo lo que sabía en las páginas de 'Adiós, poeta...', jamás hubiera podido regresar a su país, que hubiera sido acusado de traidor a la patria.

Neruda fue un apasionado coleccionista de mascarones de proa, de botellas, de copas, de objetos insólitos. Su coleccionismo le llevó por otros oscuros derroteros. En ese sentido, Jorge Edwards no pudo evitar que pudiéramos descubrir ocultos mensajes escritos entre líneas. Como aquel, un tanto doloroso, en el que deja patente la afición del Poeta, ya entrado en años, por las jovencitas: «Mordió la manzana juvenil y ya no pudo quedarse quieto». Siendo de ideas comunistas, Neruda tenía la manía de pedir, en los locales más conocidos de París, una botella, tamaño magnum, de un exquisito y caro champán cuyo contenido dejaba siempre a medias con la intención de satisfacer «la ilusión humana de la abundancia infinita».

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