Una ventana abierta al tercer sector

El síndrome de Procusto, la pandemia nacional

Vivimos prisioneros de nuestro sistema de creencias, perdiendo de manera aterradora una de las características más nobles del ser humano: la empatía

Jueves, 17 de octubre 2024, 00:48

La mitología griega menta a Procusto. El bandido y posadero del Ática tenía, apartada en las colinas, una casa donde ofrecer refugio al viajero solitario, ... quien podría descansar de su peregrinación en alguna de sus camas de hierro. Estando el caminante dormido, era amordazado y atada cada una de sus extremidades a las patas del lecho. Si el cuerpo del viajero era más largo que la cama, procedía a aserrar las partes salientes del cuerpo: ya fueran pies, manos o cabeza. En el caso de que el cuerpo fuera más pequeño del estándar de la cama, lo estiraba y descoyuntaba hasta que encajara en el tenebroso catre.

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En medicina o salud mental, el síndrome del tal Procusto alude a la intolerancia que presenta un sujeto a la diferencia, querer que todo se ajuste a lo que dice o piensa alguien. En la sociedad actual se puede encontrar esta actitud en todas las esferas, por lo que vivimos prisioneros de nuestro sistema de creencias y principios, perdiendo de manera aterradora una de las características más nobles del ser humano: la empatía.

Usamos estas creencias acérrimas como vara de medir y juzgar, aunque sería más acertado decir rechazar, excluir, odiar y, en casos extremos, declarar una guerra. Este último caso, en mi triste opinión, se da cuando el botín es lo suficientemente atractivo que cualquier masacre pueda merecer la pena (si es que se es capaz de sentirla). A pesar de que ninguna vida humana tiene precio, ni puede ser un efecto colateral de mi actitud miserable.

Quizá un remedio ante semejante escalada de odio sea destacar aquellos elementos que unen a personas y a las culturas. Sin embargo, los medios de comunicación, a los cuales no adjetivaría como asépticos y neutros, cada vez apuntan más a las diferencias que separan personas. El resultado es una mayor intolerancia y descalificación, llevando a una crispación social y a la violencia.

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En este baile, la clase política no es de gran ayuda, aunque es cierto que es una fidedigna representación de la sociedad donde se erige, un reflejo de los resultados electorales. Hacer crítica hacia los partidos sería de lo más fácil o, como diría un político, «populismo bolivariano».

Y aquí nos encontramos navegando en un periodo donde violencia social y odio político son el motor que va socavando el sistema democrático, emergiendo un mayor fundamentalismo donde proliferan, más si cabe, los movimientos ultraderechistas. Es en esta dinámica donde se corre el riesgo, tanto a nivel nacional como global, de que naufraguen los sistemas democráticos. Este devenir de acontecimientos obvia lo más relevante que se debe destacar: 'el excluido'. Muchas veces se pone el foco en un sistema que odia, olvidando a las personas vulnerables que lo forman y lo sufren.

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Las diferencias sociales son aterradoras: la clase media falleció y, si existe un rechazo general, se orienta hacia el pobre trabajador, cuyo pecado es la necesidad de subsistencia. Se aprecian diferencias abismales entre un musulmán y un moro, un migrante y un guiri, y un jornalero y un deportista de élite. La línea que separa los conceptos radica en lo económico.

La 'aporofobia' es un neologismo acuñado por la filósofa Adela Cortina en 1995 para referirse al rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre que, al menos en apariencia, no puede devolver nada bueno a cambio. Por otro lado, Adela Cortina, catedrática de Ética de la Universidad de Valencia, sostiene que el origen de esta patología social se encuentra en la expectativa de reciprocidad. Explica que vivimos en sociedades contractualistas, en las que la cooperación está basada en el principio del intercambio. La sociedad se rige por normas de reciprocidad indirecta fundamentadas en la idea de que «el juego de dar y recibir resulta beneficioso para el grupo y para los individuos que lo componen».

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Volviendo a Procusto, el síndrome pone sobre el tapete la característica que impera en el ser humano: la subjetividad. Cuando esta cualidad predomina, emerge un ser humano fundamentalista, inmune a argumentos y razones y, por ende, enemigo del diálogo y del consenso. La realidad es una perspectiva propia compuesta de la convergencia de realidades diferentes, por lo que las experiencias conscientes individuales de cada uno, a partir de cómo se perciben, serán identificadas de forma distinta. Decía Tali Sharot, del University College de Londres, que «percibimos el mundo según las creencias que ya tenemos».

Y si alguna vez han existido realidades compartidas, dogmas y axiomas comunes, los medios de desinformación, las redes sociales, conspiraciones y 'fake news' han pulverizado estos postulados. Aunque parecieran de sentido común, Voltaire anotaría que se trata del «menos común de los sentidos». Ahora la gente se aísla en el sectarismo de sus propias burbujas o en cavernas platónicas, validando solo la información que se ajuste a su percepción y, si no, ya se encargan las 'cookies' y las redes sociales de reafirmar esta burbuja.

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La leyenda de Procusto es una formidable expresión de la mentalidad idiota; palabra que viene del griego 'idios', que significa lo propio, es decir, idiota es todo aquel que ve sólo lo propio y nada más. El idiota desecha todo lo que no encaja con su miope visión. No sólo es una visión pobre, sino ridícula, porque pretende ser la medida de todas las cosas, lo que nos lleva a un existencialismo nihilista, individualista y en la mayor parte de las situaciones, sin sentido.

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