Los políticos de los años 90 en España parecían tener unas proporciones, una talla, mucho mayores que en la actualidad. No me refiero a su ... capacidad intelectual sino a los trajes, aquellos 'power suits' con mullidas hombreras gigantes donde hubiesen podido estirarse para dormir a todo lo largo un par de gatazos castrados. Los expertos en moda dicen que las épocas de hombreras gigantes son épocas de inspiración militar, que quieren orden. El orden de los 90: políticos con bigotes de largas cerdas cuyos trajes 'oversize' no cabían por la puerta y que pensaban –pensábamos– que la Constitución del 78 seguiría fresca como el primer día durante un 'Reich', 1.000 años. Una era donde se aceptaba que el mundo estaba finalmente bien hecho, decretado el fracaso de la Unión Soviética, el fin de la Historia y el inicio de la edad de oro de la abierta prostitución en Capitán Haya y el hotel Castilla madrileño.
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Todo eso acabó, de pronto. El puterío se hizo más subrepticio, reservado para aquellos que decían que querían acabar con el puterío, las hombreras desaparecieron, las dudas de los políticos españoles comenzaron, el comunismo mutó y se presentó con otros pelajes más molones. La Constitución del 78 amarilleó y de repente se advirtieron boquetes de nacimiento por los que se colaba cualquier cosa. Ya no era sólo la calculada ambigüedad de las 'nacionalidades', ese tipo de cosicas por las que algunos parágrafos de la Constitución parecían haberse terminado de cualquier manera, de un hachazo, a las 6 de la madrugada, con los pulmones exhaustos de negro 'ducados' y el cuerpo revuelto de whisky segoviano, «el whisky del INI», decía el hoy olvidado Umbral). Hubo un momento en que se advirtió que incluso lo que parecía firme y claro, no lo era. Órganos políticos dedicados a la casación –a la anulación, vamos– jurisdiccional del Tribunal Supremo. Competencias del Estado intransferibles que bajo cierta luz se hacían transferibles. Atropellos que por no estar expresamente prohibidos se consideraban permitidos. Rendijas por las que se metían todas las sierpes y bestias de la noche. Nos encontramos con que no teníamos una constitución en las manos sino un andrajo con más agujeros que el banderín del general Custer. Y lo peor: se habían puesto las condiciones para que así ocurriera, desde el principio, esperando al primero que viese los pasadizos no tan secretos para llegar hasta la cocina. No había ningún error.
Hoy vemos superviviendo, en algún partido muy importante, a algún político de los 90 que aún cree que España es la misma de los 90 y sigue haciendo las cosas de los 90. Cree representar la inamovible Constitución pero ésta se le ha deshecho entre los dedos como sudario de momia.
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