Círculo cerrado

Hay siempre una última quedada de la pandilla, pero nunca sabemos identificarla como la última. Nadie prevé el final de nada un instante antes de que se produzca

Llegó el verano y yo me acuerdo del último de los veraneos. El último de los veraneos aquel en que, sin saberlo, nos despedimos para ... siempre (sin despedirnos, no hay nada expreso) de aquella panda de amigos que han sido inseparables desde las primeras pedradas a los pájaros –como si dijéramos– y hasta que finalizaron los ritos de socialización, muy entrada ya la veintena. Hoy sería la cuarentena, supongo: los sucesivos crepúsculos de la vida, que oscurecen etapas, se alargan más en estos tiempos. Tuve a mi lado a aquellos inseparables durante decenios y ni un día más. Siempre sucede así. Los amigos «de toda la vida» lo normal es que se queden cristalizados mucho antes, a medio expresar una palabra, y ya no hagan en nuestra cabeza ni un solo movimiento natural más.

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Hay siempre una última quedada de la pandilla, pero nunca sabemos identificarla como la última. Nadie prevé el final de nada un instante antes de que se produzca. La vida son una serie de círculos concéntricos que se cierran sobre sí mismos. Una vez que quedamos fuera de uno de esos círculos puede hacerse, raramente, alguna visita retrospectiva para comprobar quiénes fuimos con nuestros inseparables. Pero esas escenas ya no tienen vida, son como aquellos rizos de pelo de los niños que antes se guardaba en cartas, para mirarlos cuando fueran adultos. De adulto, abrir ese sobre es espeluznante. Una vez, hace bastantes años, a mitad de camino entre el momento en que escribo ahora y la fecha ya entonces lejanísima en que el círculo de la pandilla veraniega se cerró, quise representar por una vez el rito de nuestra vieja pandilla. Haciendo acopio de fuerzas, telefoneé a los inseparables, para su sorpresa. Siempre cenábamos pizzas caseras; las amasé y horneé. Siempre veíamos pilas de películas piratas en VHS. Así las dispuse, ante un reproductor carísimo, moderno pero anacrónico, que adquirí ni sé dónde.

Comprobamos que las pizzas caseras, cuyos viejos sabores estaban tan obsesivamente copiados, ya no nos traían ningún mensaje de esperanza, y ya sólo eran ese alimento que se dispone en un altar en las noches de difuntos. Y los casetes VHS que tantas risas provocaron en la juventud eran ahora una emisión codificada procedente de un planeta extinto. No es buena idea tratar de entrar a un círculo clausurado.

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