El invento del diablo

ALGO QUE DECIR ·

Si nos paramos con detenimiento a pensarlo, aunque parezca un absurdo, el tiempo no existe, solo existimos nosotros y nuestras circunstancias

Martes, 16 de agosto 2022, 23:41

Nunca reflexionábamos tanto sobre el tiempo como en verano. Era entonces cuando percibíamos de una manera más nítida la naturaleza fugaz de este invento del ... diablo. Pasaban los días pero nunca habíamos sentido tanta plenitud de poseerlo todo que en las vísperas de la estación donde suceden las vacaciones, aunque todos los placeres gozan de su apogeo en los prolegómenos, justo en el momento en que aún no han empezado a gastarse. Si nos paramos con detenimiento a pensarlo, aunque parezca un absurdo o un juego de palabras, el tiempo no existe, solo existimos nosotros y nuestras circunstancias, a pesar de que nos hemos empeñado en que hasta la vuelta al trabajo en el instituto o en la universidad deba pasar un mes, o sea, cuatro semanas, treinta días, setecientas treinta horas y 43.800 minutos.

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Si a esto podemos llamarlo tiempo es que algo no funciona bien. Cantidades y números que no significan nada o que significan asuntos muy diferentes, cuando se refieren a una cosa o a otra. El tiempo en el trabajo o en la obligación suele ser pesado, oneroso, y provoca fatiga y aburrimiento. El tiempo de una noche de verano mientras nos tomamos unas copas junto al mar acompañados de la chica de nuestros sueños pasa como una estrella fugaz en el firmamento, aunque no lo olvidemos nunca. De manera que ese mismo tiempo, ese mes, esos días y esos minutos poseen una entidad bien distinta en unos casos o en otros, a veces incluso opuesta.

Pero en verano, asidos a la luz espléndida de las jornadas generosas que parecen escapársenos de entre los dedos para no volver nunca, el miedo a la pérdida se recrudece y contamos obsesivos los segundos, marcamos nuestros objetivos e intentamos cumplirlos, porque de este modo no lo perdemos todo. Siempre podemos volver a casa con un puñado de libros que hemos leído, con unos festivales de música que disfrutamos en directo, con imágenes de ensueño en nuestra retina de los lugares en los que estuvimos, con unos versos felices que nos inspiró el cielo y el mar y que preludian un librito en ciernes, o con una nueva novia que ha abierto de par en par nuestro corazón y con la que hemos descubierto alguna verdad secreta.

También el verano es una estación para descubrir, para vivir lo que no hemos vivido nunca y para lanzarnos a la aventura del riesgo que algunos convierten en su único proyecto. Yo, que he sido siempre un conservador, he usado del estío para insistir en mis placeres habituales y disponer del tiempo necesario (¡otra vez la bicha!) para completar mis humildes faenas secretas. Recuerdo libros que concebí en verano, poemarios que se escribieron solos de junio a septiembre y novelas cuya primera idea la soñé en agosto y la consumé en invierno. Fue en su día, cuando era un adolescente y un joven, una estación para el trabajo que solo me aportó cansancio y tormento, sudor y penalidades, tal vez porque por aquellos años todavía no se había puesto de moda veranear, al menos para nosotros, los desheredados de la tierra, los que recolectábamos albaricoques en junio, melocotones, en julio, pimientos y tomates, en agosto y almendras en septiembre, y después nos marchábamos dos meses a la vendimia en Francia y volvíamos un poco antes de Navidad para recoger la oliva.

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También el tiempo entonces estaba hecho de otra materia más dura e inflexible, como si no fluyera y tampoco se nos fuera de las manos, acaso porque estábamos deseando que pasara, como queríamos que pasaran las largas y penosas jornadas en la tierra, las campañas agrarias, los inviernos helados y los veranos tórridos.

Nuestros deseos se cumplieron, por supuesto.

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