Historia de una monja

NADA ES LO QUE PARECE ·

De Gertrudis Hore solo se conservan cincuenta y ocho poemas. Suficiente material para hacerse una idea de su inteligencia

Viernes, 16 de septiembre 2022, 01:09

Hace dos o tres cursos –la vida escolar no se cuenta por años, sino por cursos, igual que la futbolística se mide por temporadas–, unos ... cuantos impetuosos atiborraron de carteles las paredes del aulario de La Merced, donde se imparten las clases de titulaciones como Derecho y Filología. En tales pasquines –la palabreja me sigue gustando desde que la vi impresa, con otro significado mucho más cruel, en las novelas de García Márquez–, de carácter anónimo, los autores de los mismos reivindicaban la presencia de más escritoras en el temario recogido en las guías docentes de carreras como Lengua y Literatura.

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Y no les faltaba razón, aunque, a propósito del método empleado, en los tiempos que corren, no había ninguna necesidad de tirar la piedra y esconder la mano. Porque las féminas brillan por su ausencia en los manuales de Historia de la Literatura. Aunque no es menos cierto que, hasta bien entrado el siglo XX, apenas encontramos a mujeres que se hayan dedicado profesionalmente a la literatura. Su papel en la vida estaba muy claro, determinado por las costumbres de la época: la casa, los hijos, mimar al marido... y, sobre todo, ser dóciles hasta convertirse en mártires si es preciso.

Durante aquel curso yo tenía que impartir la literatura española del siglo XVIII, la menos valorada y estudiada de todas las épocas –hasta hace bien poco, solo ciertos hispanistas eran capaces de hincarle el diente–, la más carente de nombres ilustres, por más que autores como Moratín, Jovellanos o Cadalso llevaran a cabo denodados esfuerzos por abrirse un hueco entre los grandes, tras un glorioso barroco, con figuras como Quevedo, Lope o Cervantes.

¿De dónde sacar alguna representante, algún nombre concreto de la Ilustración española, que fue la menos brillante e ilustre de toda Europa? Pero quien busca encuentra. Y no fue un mal ejemplo, aunque había todo un drama detrás de su vida.

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María Gertrudis Hore había nacido en Cádiz en 1742. Era hija de irlandeses ricos y cultos. A los 19 años se casó como don Esteban Fleming, un señorito inglés del Puerto de Santa María. La muchacha, que era un auténtico rabo de lagartija, viajaba de vez en cuando a Madrid –entonces no había ni aviones, ni AVE, ni siquiera trenes borregueros– en donde asistía, como lo hará más de un siglo después doña Emilia Pardo Bazán, a tertulias con escritores.

Sin embargo, aprovechando que su marido estaba comerciando en La Habana –la ocasión hace al ladrón–, un apuesto brigadier se cruzó en su camino. Logró colarse en la casa y obtuvo los favores de María Gertrudis. Una noche, al entrar a la morada por el jardín, el guapo militar fue apuñalado por dos hombres que, al parecer, estaban al tanto de sus correrías. Con la ayuda de una amiga, Gertrudis pudo sacar al cadáver a la calle –de ahí quizá venga lo de 'echarle a otro el muerto'–, y terminó por confesar la historia de sus furtivos amores. Se convirtió, pues, en una pecadora arrepentida que, obligada por su marido, que hizo promesa de continencia, ingresó como monja de clausura para expiar su culpa.

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Gertrudis era guapa, rica, aficionada al lujo, de un enorme talento, lectora de obras y autores selectos, de dulce voz y hechicero encanto, aunque no le permitieron, por su condición de mujer, ingresar en la universidad de entonces.

De Gertrudis Hore solo se conservan cincuenta y ocho poemas. Suficiente material para hacerse una idea de su inteligencia, que, ya en el convento, utilizó para escribir composiciones con las que alertar a las incautas jovencitas: «Mas vela con cuidado/ el alcázar del pecho/ porque al corazón libre/ no le hagan prisionero». Murió justo al iniciarse el siglo, en 1801, a los cincuenta y nueve años, como un pajarillo prisionero en su jaula.

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