Repita conmigo: «Pedro Sánchez tiene la culpa de todos mis males». Si no le ha gustado, diga: «Pablo Casado tiene la culpa de todos mis males». Si no le satisfacen estas opciones, sustituya el nombre por el que considere: Pablo Iglesias, Albert Rivera, Alberto Garre o Juan López de Uralde. Si es tan amable no utilice a Quim Torra y Santiago Abascal, hablo de partidos democráticos y constitucionalistas, no de nacionalistas exaltados y antidemocráticos. Esta acción de culpar al político de su desdicha tendrá un efecto beneficioso en su salud mediante un descenso en la responsabilidad propia sobre su destino; de hecho, hará que parezca que su futuro es más del político culpable que de usted.
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Ciertamente, ellos marcan nuestro mañana mediante decisiones acertadas o erradas, pero nosotros edificamos nuestra vida luchando contra problemas de todo tipo, la mala política es solo uno de ellos. No sé si es una estrategia consciente o inconsciente, pero la hemos asumido de forma casi global y en España de manera muy acusada, culpando a uno de nuestras desdichas y confiando en el otro nuestra salvación. En España, afortunadamente, se da una alternancia de partidos que corrige las inercias, evitando gobiernos demasiado largos que, como hemos visto en Andalucía, son la madre de todos los vicios y la razón de una adiposidad excesiva del tejido político profesional. En esa alternancia hemos ido viendo que no existe el político salvador. Aciertan, fallan, vamos tirando. A veces sus errores marcan generaciones en lo nacional, a veces en lo local destruyen el futuro de una localidad, como es el caso de Totana, que no sé hasta cuándo pagará la corrupción de sus alcaldes, pero ni es la norma ni esos errores, por brutales que sean, hacen de los políticos los que definen nuestro futuro salvo en determinados casos, como fueron los fascismos en los años 30. Exceptuemos de esta conclusión la corrupción sistémica, que sí acaba con un país. Los ejemplos son muchos y deberíamos tenerlos más presentes.
No me gusta saber la vida de los políticos. Hemos optado por un modelo en el que los liderazgos se venden como si fuesen personajes literarios de extrema virtud mientras el enemigo es una especie de Iznogud, el malvado y corrupto visir que quería ser califa en lugar de el califa. Ni unos son tan buenos ni otros tan malos, pero es que son políticos, gente normal que ejerce un cargo público por elección durante un tiempo, no superhéroes Marvel, algo en lo que algunos los convierten.
Quiero buenos políticos, que hagan crecer España, algo que hoy es escaso, pero quiero más a la gente que la hace crecer realmente, a la gente de la calle, a los que construyen la economía y el futuro del país, así que hoy no hablaré de políticos, aunque parezca lo contrario, hablaré de alguien de la calle, de una de las personas que edifican el país mientras gobierna uno y siguen construyéndolo cuando este se ha ido y llega su sucesor y siguen haciéndolo cuando llega un tercero y casi nadie se acuerda del primero.
He pensado mucho cuál elegir y me he decidido por un amigo muy querido: José María Ferrer Molina. En mi casa siempre fue El Ferrer porque en el cole nos llamábamos por el apellido. Tuvimos una infancia de las antiguas corriendo por las calles de San Antolín con mi hermano. Éramos muy felices en aquella España fervorosamente democrática de la Transición, aunque no nos dábamos mucha cuenta con 10 o 12 años de aquello. Él empezó a trabajar pronto con su padre, que tenía una empresa de máquinas industriales llamada Regna Murcia. Desde los 18, cada uno empezó con una cosa y así seguimos.
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Jose María es un tío que no ha hecho más que trabajar toda su vida. Ha levantado una empresa que hizo suya el primer día. Hace unos días murió su padre y hoy él está en esa encrucijada que se abre inexorablemente en la edad adulta. Trabajo, trabajo y trabajo, esfuerzo constante, sin horario, sin pensar si hay jubilación porque no la hay para los empresarios ni los empresarios la desean porque parar es morir. Existe una raza de empresarios que se forjan en la calle con la lucha diaria, que desarrollan en una semana más que muchas personas en años, que tienen una suerte de talento natural pero no necesariamente heredado.
Cuando se critica al empresariado en bloque me entra una tristeza enorme no por los empresarios, que no tienen tiempo de pensar en semejantes idioteces, sino porque parte del país no haya entendido que la riqueza no la crea el político, que bastante tiene si administra bien lo que generamos las empresas. Es el empresario el que construye el empleo, y eso desde el capitalismo o desde el marxismo no tiene contestación salvo que el Estado sea esa superestructura fracasada de la utopía inicial. Considerar al empresariado como algo malo es de imbéciles y de gente con poco mundo.
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Ferrer es uno de esos tipos que construye su realidad con el esfuerzo, no jugando a plusvalías evanescentes. Cada rédito está edificado sobre ríos de horas perdidas, de viajes y apuestas con su dinero. Cada vez que un político pone su nombre junto a una obra pública inaugurada, recuerdo que la falta de cultura empresarial ha sumido en el olvido a los verdaderamente importantes, los comerciantes o fabricantes, a aquellos que de verdad hacen el país.
Hablemos menos de políticos y más de gente como José María Ferrer Molina.
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