'El sueño de la razón produce monstruos'. Así titulaba Goya el número 43 de los 85 grabados que componen la serie de 'Los Caprichos'. El abandono de la razón –explica el manuscrito del Museo de El Prado- produce monstruos imposibles. Antes de que ese temor quedara definitivamente refrendado por los desastres de la guerra, el genio de Fuendetodos proponía una reflexión necesaria sobre lo que ocurre cuando abandonamos los límites de la razón. Me pregunto qué hubiera dicho al ver las imágenes del Capitolio de los Estados Unidos invadido por una turba disfrazada lo mismo para el circo que para la guerra, o las del propio presidente Trump mintiendo descarada y reiteradamente en contra de una realidad tozuda pero, al parecer, inoportuna.
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Hoy, enfilando los nuevos años 20, asistimos a una intensiva 'emocionalización' de la vida pública, que cada vez más sustituye el debate racional de intereses diversos por el conflicto emocional entre posiciones irreconciliables. Eso que llaman 'polarización' es en realidad un proceso de creación concienzuda de tribus morales, esto es, grupos de opinión cohesionados en torno a emociones fuertes ('los nuestros' frente a 'los otros') y a un sentimiento moral compartido de 'lo que debe ser'. Nuestra vida pública ha cambiado los grupos de interés por las tribus morales, o, peor aún, ha convertido a las tribus morales en herramienta estratégica para algunos grupos de interés. Ya no se debate. Se manipula el debate público.
Las tribus morales no funcionan con la verdad como un concepto racional, lógico. La verdad es para ellas algo que se siente. Por eso la posverdad –esa palabra tan de moda que no tiene que ver con la mentira, sino con la pérdida de base racional de la verdad– es, en realidad, una verdad emocional, una verdad sentida. Por eso los hechos se modulan y seleccionan para que encajen con la verdad sentida, o se minimizan como efectos secundarios prescindibles. En un insospechado giro marxista (pero de Groucho, no de Karl), la portavoz de la Casa Blanca Kellyanne Conway acuñaba en 2017 la feliz expresión «hechos alternativos» para rebatir a un periodista de la CNN: esos son sus hechos (los de su verdad), pero yo tengo otros (los de la mía). De ahí a las burbujas informativas, con la complicidad de medios y periodistas militantes, no hay más que un levísimo paso.
Perdidas la confianza en los hechos y la base racional de la idea de verdad, el camino de la desinformación queda despejado. Más aún cuando los vendedores de respuestas nos ofrecen fórmulas simplificadas y contundentes para problemas complejos. El sueño de la razón, habría que apostillar a nuestro pintor de pesadillas, produce desinformación y la desinformación produce monstruos. ¿Por qué? Porque sin información fiable y sin confianza en la estabilidad de lo que nos rodea, no es posible el ejercicio de la ciudadanía. Si hay algo que caracteriza al ciudadano es la capacidad de elección en libertad, de la que se deriva a su vez la responsabilidad sobre sus actos y decisiones. La soberanía de sí, en el ejercicio de la razón y de la argumentación de sus intereses, constituye la base de la vida pública. Por eso la polarización no es simplemente una radicalización de posturas u opiniones. No es tampoco únicamente la radicalización de las formas (gritar más o insultar más fuerte). Siendo todo eso, la polarización es, básicamente una 'desciudadanización', la privación la condición de ciudadano, la pérdida de soberanía sobre la racionalidad de las propias decisiones.
La desinformación se sitúa así en el vértice del triángulo de las Bermudas en que naufragan las democracias a principios de este siglo XXI: la desinformación alimenta al mismo tiempo los mecanismos de 'desciudadanización' que convierten al sujeto político en miembro de la tribu (moral) y el deterioro de la confianza en las instituciones cuyo tejido ha sostenido la regularidad y la adaptabilidad de nuestras sociedades hasta ahora. Atención a la ecuación: 'desciudadanización' y 'desinstitucionalización' son dos productos equivalentes de la desinformación. Son, como las sombras fantasmagóricas del grabado goyesco, el resultado monstruoso del abandono de la razón.
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Pero cuidado. La desinformación no es un accidente ni una degradación natural del paisaje informativo. La desinformación tiene un cariz netamente estratégico: responde a propósitos, intereses y objetos definidos: unas veces geopolíticos (véase el caso de Rusia o China), otras veces económicos, de política interior o de mero marketing. La desinformación, con sus nuevos amplificadores en la falsa neutralidad de las redes sociales, es un fenómeno de voluntad planificadora, una manifestación de lo que algunos llaman «ingeniería social». Por eso quizá debamos invertir la ecuación y preguntarnos por los promotores del delirio: los que polarizan, los que tejen las burbujas (des)informativas que alimentan las tribus morales, los que practican la mentira estratégica, los que nos arrebatan la condición de ciudadanos y la solidez de nuestras instituciones, tan trabajosamente construidas. Igual, entonces, resulta que es al revés. Que los monstruos producen desinformación.
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