La difícil situación a la que nos enfrentamos durante el último año ha puesto en entredicho muchos aspectos de nuestra vida personal y social. Sería ... absurdo pretender detenernos en cada uno de ellos, por lo interminable de la lista y por su propia complejidad. Uno de estos aspectos hace referencia al hecho de cuidar y, en concreto, de cuidar a nuestros mayores.
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La cultura, las culturas en general, siempre se han dotado de dispositivos de atención y cuidado de las personas mayores. Mientras, ellas han cumplido tradicionalmente con la salvaguarda de muchos de nuestros valores culturales, de la memoria, del conocimiento y de todo aquello que ha sustentado nuestra arquitectura moral, simbólica y social. Una reciprocidad esencial. El valor transversal que ha guiado esa forma de entender las relaciones generacionales ha sido fundamentalmente uno: el respeto.
En los últimos 15 años, EL CUIDADO de los mayores, se ha convertido en nuestro país en un derecho formal, recogido por la ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las Personas en Situación de Dependencia. Ello ha desactivado una parte de los tradicionales dispositivos informales del cuidado, tales como la familia en cuyo interior se ha ido visibilizando cómo los mandatos de género y roles más tradicionales habían generado obligaciones que, en muchos casos, condenaban a las mujeres a asumir como propio el acto de cuidar, en virtud de una obligación moral, cultural, social y personal. Es verdad que la institucionalización de los cuidados que supuso la puesta en marcha de la citada ley se ha ido alineando con un cambio importante en el valor de las instancias cuidadoras, en una transformación de la mentalidad social y en una pérdida de sensación de culpabilidad por parte, sobre todo, de las mujeres, al ceder éstas, en muchos casos, la batuta de los cuidados a los servicios profesionales.
La delimitación durante este tiempo de los servicios sociales ha llevado a los cuidados a un escenario institucional cada vez más especializado y profesional pero con carencias también significativas y con una importante falta de adaptación a la realidad de nuestros mayores.
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La necesidad de cuidados institucionales, al amparo del Derecho, es cada vez más creciente, y lo seguirá siendo. Desburocratizar el hecho del cuidado es el primer paso para poder integrar los valores y principios morales que lo sustentan. En época de confinamiento, el aislamiento de las personas mayores, su sujeción forzosa a la soledad, el sabotaje a su bienestar personal en pro de una ética de la prevención y del miedo a las cifras, ha sido el argumentario empleado por la mayor parte de las administraciones para justificarlo. Pero esta instrumentalización del cuidado ('preservo las garantías formales') se aleja de las verdaderas necesidades personales de aquellos que necesitan ser cuidados ('me olvido de sus significados'). No entender esto es un acto cobarde que nos aboca a la imposibilidad de darle a cualquier vida el derecho de ser cuidada, de acariciar las emociones en un momento tan duro, de escuchar los silencios y comprender las miradas. No saber esto, o no querer saberlo, es una irresponsabilidad institucional. Además, nuestros mayores, por ese respeto, merecen ser CUIDADOS. Corresponde a las administraciones asumir el reto de deconstruir una parte importante del modelo actual de cuidados, caduco, conservador y enfocado al servicio que se presta y no a las personas a quienes se les presta. La situación de las residencias hoy día, a pesar de lo doloroso de lo ocurrido en tiempos de pandemia, es un claro ejemplo de que algo ha de cambiar de forma urgente. No culpemos a las residencias, a su gestión y, sobre todo, a sus profesionales de un error cometido por todos: administraciones, gestores políticos, empresas y entidades gestoras de servicios sociales, profesionales y ciudadanía. Es el momento de asumir entre todos el reto de un cambio profundo en los recursos sociales. Es tiempo de devolver a las personas mayores todo lo que nos han dejado edificado. Es hora de agitar el concepto CUIDAR y descubrir que, tras la simpleza de la propia palabra (c-u-i-d-a-r), se esconde un universo infinito de significados, necesidades y emociones que da sentido a lo que somos y a porqué lo somos.
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