Los primeros indicios del nuevo brote infeccioso respiratorio agudo detectado a finales de 2019 en China no presagiaban la terrible catástrofe pandémica que hoy continúa ... asolando todo el planeta. Como sucedió con los dos episodios precedentes de coronavirus: SARS (2003) y MERS (2012), las noticias apuntaban a un cuadro focalizado exclusivamente en el sureste asiático, con epicentro en la megaciudad de Wuhan (11,2 millones de habitantes). Sin embargo, la peligrosidad del estallido viral fue evidente desde el principio, con una elevada transmisibilidad a través de pacientes asintomáticos que multiplicó los contagios.
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Al margen de recomendar las medidas higiénicas imprescindibles (desinfección y lavado de manos), hay que destacar el retraso en la toma de decisiones relativas al control epidemiológico: aislamiento rápido de los infectados y confinamiento social, que interrumpieran la transmisión viral, lo que ha supuesto una negligencia muy grave. Y en esto, ninguno de los dirigentes mundiales de cualquier signo y condición está libre de culpa, incluyendo a la OMS, que no declararía la emergencia de preocupación sanitaria internacional hasta el 30 de enero, y su carácter de pandemia el 11 de marzo de 2020.
Sin duda, en España la capacidad y eficacia de la respuesta frente a la Covid-19 se ha visto seriamente lastrada por nuestro complejo y caótico sistema autonómico. El decreto del estado de alarma en marzo fue duramente contestado por ciertas autonomías como una injerencia en sus competencias, tachándolo como «un nuevo 155 encubierto». Desde entonces, las críticas y desacuerdos entre 'gobiernos' han sido constantes, siendo preciso consensuar cualquier mínimo acuerdo por los 17 respectivos 'ministros' de sanidad, generando una grave descoordinación en sus actuaciones, con el consiguiente desconcierto y confusión de la ciudadanía.
El invento autonómico no ha corregido ninguno de los males crónicos de España
Concluido el estado de alarma, transferidas las decisiones de calado a los califatos autonómicos, la confusión ha sido absoluta. Fieles a la tradición, cada uno ha seguido su santa voluntad sin fijar criterios globales. Algunos territorios acordaron cierres 'perimetrales' de ciertas localidades, otros de toda la taifa y algunos nada. Igualmente discrepantes fueron los decretos sobre el toque de queda y su franja horaria. Con la venturosa llegada de las vacunas, se agudizaron las diferencias respecto a calendarios, tipología vacunal o segmentos de edad prioritarios. El disparate de responsabilizar al ciudadano de elegir su segunda dosis vacunal mediante consentimiento informado, o la decisión de retirar las mascarillas en espacios abiertos son, por el momento, el penúltimo de los dislates autonómicos.
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Con la perspectiva del tiempo y despojándonos de ropajes partidistas interesados, es preciso reconocer que el deficiente modelo territorial de las autonomías ha sido el mayor yerro de nuestra loada transición democrática. El invento autonómico no ha corregido ninguno de los males crónicos de España, e incluso los ha agravado. Así, no ha mejorado la vertebración territorial, ni se han reducido las desigualdades interregionales. Tampoco se ha conseguido la igualdad de oportunidades laborales, el acceso a idénticas prestaciones sanitarias y educativas o la equiparación salarial entre funcionarios de distintos territorios. La calidad democrática de una sociedad no se mide por la cantidad de cargos enchufados a costa del erario público, sino por el nivel educativo, la cultura, la investigación científica o el compromiso social. Recordemos, una vez más, que no necesitamos políticos pensando en las próximas elecciones, sino estadistas preocupados por el porvenir de las futuras generaciones.
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