Consumidos
Espejismos ·
El consumo es cultura, cómo no, e influye y se deja influir intensamente por nuestro urbanismoUno de los aspectos más reveladores de nuestra sociedad de consumo es, precisamente, la forma y las tendencias de su consumo. El inmenso éxito de ... antaño, en nuestro país, de las ollas exprés, por ejemplo, nos habla de una generación de amas de casa que accedía al mercado laboral sin desvincularse de las tareas domésticas, con lo que la posesión de una de estas ollas –que permitían dejar la comida preparada y cocinarla en un rato al volver a casa– tiene que ver con un cambio de mentalidad: el levantamiento de las rígidas barreras entre roles (proveedor que trabaja fuera-cuidadora que trabaja dentro) por un lado; la asunción de ambos por parte de las sobrecargadas mujeres españolas, por otro.
El consumo es cultura, cómo no, e influye y se deja influir intensamente por nuestro urbanismo o –pongamos– nuestra geopolítica. La invasión, desde los 80, de los restaurantes de comida rápida de ascendencia norteamericana es un signo de la homologación de los jóvenes españoles de entonces (entre ellos, snif, el menda) con los del resto de Occidente, a lomos de un Hollywood que andaba a tope con la propaganda del 'American way of life'. También una forma de 'matar al padre', en este caso la España nacionalcatólica e irrespirable de la que había que huir por el camino que fuera, incluso el de la obesidad poliinsaturada.
Más recientemente, me ha interesado la nada sutil caída en desgracia del monovolumen, que fue el coche estrella hasta la crisis del '08, en favor del SUV. Exactamente en el momento en que la curva de natalidad española deja de crecer, coincidiendo con el estallido de la burbuja financiera e inmobiliaria, esos pesados trastos ahuevados son sustituidos por algo mucho más, ejem, turbocapitalista: un cacharro con las mismas prestaciones que el monovolumen, pero veinte centímetros más alto, que dice de ti que estás más preparado, que te adaptas mejor y que eres capaz de tomar caminos menos asfaltados para triunfar en la vida que ese pringaíllo del semáforo –posiblemente mantenido y subvencionado– al que puedes mirar un poquito desde arriba.
Unos años más tarde, con la popularización de Uber y Cabify, el furor tecnocrático de los SUV ha empezado a ceder ante la berlina sacabarrigas de toda la vida, ese oscuro objeto de deseo jerarquizante que nos dice que lo de la adaptabilidad y el ascensor social estaban muy bien, pero que lo que queremos ahora es un carro que diga de nosotros que estamos en el lado bueno de la historia, de la sociedad y de los apellidos compuestos. Un cochazo como para manifestarte con él a favor de la libertad mientras le indicas al chófer que claxon, claxon, que eso es lo que les jode.
Hay otro tipo de consumo en el que me suelo fijar, desde que leí ese pasaje de 'El poder del mito', de Joseph Campbell, en el que habla de la cultura del peyote. Muy brevemente: el consumo de peyote había sido siempre un recurso marginal, poco utilizado por los pueblos nativos norte y mesoamericanos, cuyos chamanes lo prescribían –circunscrito a complejos rituales de preparación– muy ocasionalmente, pero la desintegración de la cultura y formas de vida de sus comunidades disparó el uso a partir de mediados del siglo XX, como si los nativos estuvieran preparándose en masa para conectar con el más allá, para abandonar la tierra.
En efecto, las drogas nos dan mucha información sobre la sociedad que acude a ellas, desde la burguesía urbana que recién descubierto el tedio vital –el 'spleen' de Baudelaire– se enganchó al opio en el XIX hasta las pudientes tribus (yuppies, músicos de éxito, modernos, publicistas, etc.) que gustan de empolvarse la nariz con cocaína. Desde que la contracultura y la psiquiatría las pusieron de moda entre el gran público, las drogas van y vienen: en los 60 y 70 causaban furor las psicoactivas que prometían viajes a otros mundos; a continuación la heroína vino a destruir –hermanada con el sida– las ciudades deprimidas por la desindustrialización; los 90 trajeron el speed o metanfetamina y otras sintéticas, como el éxtasis, vinculadas a la fiesta y la cultura rave.
¿Y ahora? Lo último en drogas es la familia de las benzodiazepinas, ansiolíticos muy fuertes que parecen haber encontrado un nicho en los millenials. Las crecientes ansiedad, inseguridad y desesperanza en que se mueve una generación que busca la insensibilidad hasta en medio de una fiesta parecen ser la clave. Dime lo que consumes y te diré de lo que careces.
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