Quien más, quien menos, goza de una o más habilidades en la vida. Hay quien es un manitas para arreglar cualquier desperfecto casero. También hay ... quien saca sonidos celestiales de un juguete musical de lo más tosco. O niñas que dibujan con precisión figurines para sus muñecas que auguran una estupenda carrera en el campo de la moda. Incluso bebés que casi desde la cuna son capaces de discernir lo bueno de lo malo. El día a día nos proporciona casos así, aunque no sea fácil destacar en más de una de esas destrezas. Sólo fueron capaces de ello las grandes figuras del Renacimiento.
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En el deporte, como en las artes, hay que nacer para ser genio. Hay que nacer y hay que instruirse en la materia. Pelé metía goles hasta con latas de refrescos en los descampados de su pueblo. Kobe Bryant encestaba sus pañales en las papeleras de la clínica. Nuestro Carlos Alcaraz seguro que hacía dejadas con las gomas de borrar en sus primeros garabatos. Son algunos ejemplos de personalidades del deporte con grandes habilidades, de los muchos que se podrían citar. La habilidad sola sirve para arreglar grifos o para montar muebles de Ikea. Acompañada de inteligencia, alcanza metas magníficas.
Nadie podrá imaginar por qué hoy me ha dado por hablar de estas cosas. La inspiración me ha venido de una habilidad que no tenía inventariada, y cuyo modelo me lo dio un quiosco de churros. Como suena. En las playas, son expediciones habituales las que vamos a comprar tan peculiar desayuno. El otro día me quedé con la boca abierta al ver cómo el churrero era capaz de hacer varias cosas a la vez y todas a la perfección. No hablo ya de la manera de abrir su negocio. Si llegas temprano puedes presenciar el espectáculo de cómo una simple furgoneta resulta ser un verdadero mecano: se abre de un lado para situar bombonas de gas y utensilios de limpieza; en el otro, el churrero coloca con enorme precisión una lona que impide que llegue el calor del sol veraniego; y por la parte central desliza un panel hasta convertirlo en impecable mostrador.
Esta operación es un simple prólogo de lo que ese portento de la profesión hará para atender a la clientela. Encaja en su lugar el dispensador de la masa (previamente preparada y reposada) del que saldrán, dándole él mismo la correspondiente forma, contornos de churros o de porras que pasan directamente a una amplia sartén con chisporroteante aceite. Nuestro héroe, además, regula la salida del gas no sea que se tueste demasiado el producto. Y lo saca a recipientes contiguos, en donde mete tijera a la rueda. Lo sorprendente es que todo lo hace a la vez. Y más: pregunta al personal qué quiere y cuántos quiere; puesto que no pocos apetecen chocolate, acciona el cucharón para tomar de una alta olla la cantidad solicitada y echarla al vaso o recipiente; mientras que corta porras, separa churros, pone chocolate, y dice el precio de la mercancía, ¡está volviendo a llenar de masa la sartén, accionando la rasera, y cuidando que sus géneros queden a la perfección! Y esto una y otra vez, es un no parar en esas tres horas largas de la mañana, y más, sudando la gota gorda, limpiando con esmero los contornos que mancha, atendiendo a la gente con solícita amabilidad, él solo: el clásico ejemplo de hombre-orquesta, o del futbolista que tira los saques de esquina e intenta rematarlos. Porque en las grandes churrerías de invierno, hay varias personas que se dividen el trabajo: hacer la masa, echarla en la sartén, poner el chocolate, cobrar... Lo del churrero de la playa es la prueba máxima de habilidad profesional que se puede encontrar. Habilidad e inteligencia.
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Como quiera que siempre intentamos establecer relaciones con otras situaciones de la vida, pensaba yo qué pasaría si una persona con la habilidad del churrero lo lleváramos a un ambiente distinto al suyo. Lo más probable es que sucediera lo mismo que si a un director de orquesta lo ponemos de consejero de sanidad; a un grandísimo ciclista, responsable de un complejo sistema informático; o a esa estupenda actriz, conductora de autobuses. Es verdad que la vida coloca a cada cual en un sitio, no sé si el suyo o el que el destino le da. Pero me resisto a pensar que ese determinismo sea demasiado riguroso. Preferiría que un churrero alicantino pudiera presidir su comunidad autónoma sin desdoro alguno.
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