La caza de los niños

ALGO QUE DECIR ·

No parece que las sucesivas tragedias vayan a cambiar algo esa entraña política perversa, porque lo llevan en su ADN

Miércoles, 22 de junio 2022, 02:31

¿Por qué no nos extraña que este tipo de tragedias sucedan en Texas, aunque bien pudieran haber sucedido en cualquier otra región del tercer ... mundo, en cualquier otro territorio profundo de cualquier país necesitado de un buen grado de humanidad, a donde no parece haber llegado del todo la civilización y la ley?

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Se escribe pronto que un tipejo armado de con un fusil de asalto se divirtió durante unos minutos tirando a la diana de unos tiernos e inocentes niños de siete años que salían de la escuela, felices y despreocupados, como salíamos nosotros en nuestra infancia y como salieron nuestros hijos en su día. La caza de los infantes se llevó al otro barrio a diecinueve almas cándidas sin entender del todo lo que les estaba pasando y con el dolor punzante e inesperado del proyectil en sus cuerpecitos.

Y lo peor es que no va a ser muy fácil parar estas masacres que vienen ocurriendo en América desde hace un tiempo como una marca de su temperamento social, porque en un país hecho a sí mismo y bronco la violencia resulta inexcusable y la voluntad ciudadana de defender de un modo privado el territorio propio, una tradición sagrada y una costumbre inmutable, casi casi una religión.

No parece que las sucesivas tragedias a las que venimos asistiendo todos vayan a cambiar algo esa entraña política perversa, precisamente porque lo llevan en su ADN, porque es un argumento de fe y nada les movería a erradicarlo. Las armas son el sustento de su ideología y no tienen empacho en facilitar su acceso a cualquiera que pueda pagarlas, aunque sea joven e inexperto, tenga antecedentes y pertenezca a una familia y a un entorno desestructurado. En su memoria centenaria y salvaje aún persiste aquella escena inolvidable del pistolero, pagado por los ganaderos del entorno, que llega a la ciudad para enfrentarse con unos cuantos pastores de ovejas y expulsarlos de un territorio exclusivamente vaquero, del mismo modo que hicieron con los indígenas autóctonos y con todos aquellos que se interpusieron en su expansión hacia el oeste, porque un conquista no es una excursión ni un viaje de placer y suele acabar con el exterminio de los invadidos.

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Un país salvaje, que fue ocupado metro a metro con las viejas herramientas de la supervivencia, de la manera más austera, sangrienta y sacrificada con el constante enfrentamiento con las tribus indígenas, a las que no hubo más remedio que despojar de sus raíces, de sus tierras y en buena parte de los casos, también de sus vidas y con las que hubo que batallar durante décadas.

Aunque todos los países tienen su pasado brutal e incivilizado; también nosotros luchamos con lanzas y espadas, manejamos con soltura el trabuco y la navaja cachicuerna, nos batimos en duelo con florete y pistola hasta que aprendimos a convivir como seres humanos y cesamos de matarnos por las calles, y hoy ya no podríamos justificar ninguna fechoría criminal con el endeble argumento de que alguna vez fuimos un pueblo salvaje que no tuvo más remedio que defenderse.

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Solo el miedo empuja a determinadas personas a protegerse en exceso, el miedo a los otros, que pertenecen a nuestra propia especie, pero de los que debemos defendernos constantemente porque los consideramos nuestros enemigos y desconfiamos de ellos.

Pero qué temor podían despertar en el muchacho de dieciocho años los diecinueve niños y las dos profesoras, que murieron en un colegio de Uvalde el pasado jueves 26 como figuras de un encarnizado tiro al blanco humano.

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El horror a veces se compra a un precio muy barato en cualquier tienda. Pero los niños no volverán jamás.

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