La semana pasada me llegó un email de liquidación de productos covid. Vinilos señalizadores, felpudos desinfectantes, mascarillas, mamparas y geles hidroalcohólicos rebajados hasta el 50%. ... El ofertón. Si Zara está de saldo, el mundo vírico también.
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Liquidan la producción porque estamos liquidando al bicho. O eso parece, que todavía no podemos echar las campanas al vuelo: mi vecina adelgazó quince kilos, vendió la ropa que se le había quedado grande en Vinted y, a los tres meses, había vuelto a engordar. De los carbohidratos hay que fiarse lo mismo que del coronavirus: nada. Pero ya teníamos muchas ganas de guardar las chaquetas en los armarios y las mascarillas en los bolsillos. Las blancas, las azules, las que te hacen juego con el vestido, las de promoción de Toldos Hermanos Fernández. Y a la calle, a dar la cara. Para que nos la partan, para enseñar los estragos causados por este último año y medio o para deslumbrar con labios repulpantes y dientes reflectantes, que más de uno ha aprovechado para pasar por chapa y pintura. Esta temporada la operación bikini empieza por el hocico.
En este primer domingo de verano ya salimos al exterior con el rostro descubierto y los sentimientos a flor de jeta: las mascarillas dejan paso a las sonrisas, que dice Carolina Darias en una comparecencia tan cursi como unos juegos florales, pero también a los bostezos de aburrimiento, a los gestos de desagrado y a los suspiros de desesperación. Será por eso por lo que hay personas que, al quitarse la mascarilla, se sienten desnudas, inseguras, expuestas. El síndrome de la cara vacía, lo llaman los psicólogos. Normal. Yo me quito la ropa y me siento igual: será que tengo el síndrome del culo relleno.
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