Lo que más le desconcierta al ser humano es la confirmación de su falibilidad, adiestrados como estamos en la idea, no demasiado real, de que ... somos los reyes de la creación; por eso de vez en cuando una catástrofe natural, una calamidad sin paliativos nos pone del modo más cruel en nuestro sitio. Ignoramos de dónde viene la maldición, qué hemos hecho para convertirnos de repente en sus víctimas propiciatorias, pero comprobamos enseguida que no somos nadie, que el planeta puede con nosotros y con nuestros débiles mecanismos de defensa.
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Frente a las fuerzas desatadas de la naturaleza no somos ni siquiera los animales racionales que vienen cambiando el mundo desde hace siglos y milenios, ni siquiera aquella criatura del principio elegida por Dios para liderar el universo, ni los que fueron al espacio, bajaron a los territorios abisales de los grandes océanos y emprendieron aventuras insensatas y delirantes que solo habrían tenido cabida en la literatura si no fuera porque tenemos constancia de ello.
Tal vez nos sintiéramos extraordinarios al término de hazañas como la del Descubrimiento de América, la llegada al Polo Norte o la subida a la Luna, así como los sucesivos y espectaculares avances en la medicina, en la ingeniería, en el arte y en otros ámbitos de la vida y de la cultura, pero un mal día llueve durante horas cantidades ingentes e inesperadas, se desbordan los ríos y las ramblas y se anega el mundo conocido sin que nadie pueda hacer mucho salvo esperar a que escampe; y otro día peor se rompen las montañas sin previo aviso y aflora el infierno por agujeros ignotos, torrentes de fuego líquido con un olor insoportable a azufre porque de este modo huele el averno, y echamos a correr como seres desvalidos e insignificantes, nos despedimos de nuestras casas donde residió nuestra familia durante generaciones, de nuestras plantaciones de bananas de las que hemos vivido durante años y no nos queda nada.
Me resisto a pensar que lo que está pasando en La Palma (de pronto hemos descubierto nuestra deficiente educación geográfica, porque al principio no sabíamos bien cuántas palmas había, qué palma era y dónde estaba) se halle fuera de nuestras capacidades y no podamos hacer mucho por la isla y por los isleños, salvo lamentarnos, mandar ayuda humanitaria urgente e intentar paliar con dinero algunos desperfectos, aunque la calamidad, así llamo yo a sucesos como este, no parece tener remedio, pues la naturaleza posee una fuerza incontestable y está muy por encima de nuestras posibilidades humanas y técnicas.
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Por esta causa cada día se abren todos los informativos con las últimas noticias de la catástrofe, sabedores como somos de que nos enfrentamos a los límites de nuestra inteligencia y de nuestros poderes y de que precisamente ahí radica la clave de una noticia tan relevante como esta: constatar que un fenómeno cualquiera nos excede, un suceso inexplicable, fortuito, natural e incontestable, algo que se encuentra muy por encima de nosotros, aunque no sea en realidad un dios medieval y apocalíptico, porque ya no aceptamos los dioses ni los apocalipsis. Y tal vez por esta misma causa no podemos dar crédito a nuestros ojos cuando contemplamos un suceso de esta factura.
Una calamidad podríamos definirla como aquello que excede las proporciones de lo humano y de lo terrenal y pasa a ser desproporcionado e incontrolable, casi en los límites de lo verosímil. Uno ve en la tele las sucesivas coladas, erupciones, lenguas de lava, ríos de fuego que arrasan poblaciones enteras y se internan en el mar como si tal cosa, mientras dejan a su paso el horror de la destrucción y el dolor de una región castigada inclementemente por el furor de los dioses antiguos.
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Y se siente uno apenas una mota de vida en el universo infinito, nada.
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