Recuerdo, hace no mucho, estar haciendo tiempo en un centro comercial antes de entrar al cine a ver un filme programado únicamente en versión original, ... con subtítulos en español, en multisalas. Incomprensiblemente, cada vez es más habitual este hecho en la cartelera. Mientras combatía el tedio, observando a mi alrededor durante la espera, caí en la cuenta de que un grupo de niños celebraban un cumpleaños en una cadena de hamburguesas. El rey del día desenvolvía los regalos con fruición. Una camiseta de fútbol, una gorrita playera, un monstruo de esos de goma que se estira hasta el infinito…
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De repente, silencio sepulcral antes de abrir un paquete que ofrecía un chaval apocado al protagonista de la fiesta. Lejos de respetar la timidez, los infantes congregados rompieron a reír. A carcajadas, el homenajeado gritó: «¡Un libro!». La sentencia que vino después fue contundente y definitoria: «¿Qué hago con esto?». El objeto en cuestión quedó relegado a una esquina de la mesa, entre papeles y restos de patatas fritas.
Sirva esta imagen, este cotilleo costumbrista, para señalar, en tono alarmista, la existencia de una conspiración contra la cultura, aunque no lo cuente Iker Jiménez. Hay un discurso de acoso y derribo, de amateurización y frivolización. Nuestra televisión tiene parte de culpa a la hora de quitarle peso y domesticarla. Con la ayuda de internet, se ha vulgarizado su divulgación. Se ha infantilizado y homogeneizado. Le han dado el Premio Planeta a un tipo que dice escribir para la gente, que va de enfant terrible pero está dentro del sistema, a él se rinde, desde una multinacional que unta a las cadenas de librerías para promocionar sus lanzamientos. ¿Dónde está esa terrible élite intelectual cuando se presume de no leer libros?
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