Bibliofagia

NADA ES LO QUE PARECE ·

La costumbre de zamparse un libro no es, por lo que se ve, cosa nueva, sino que es una práctica más habitual de lo que uno se podría imaginar

En el primer tomo de 'En busca del tiempo perdido', de Marcel Proust, titulado 'Por el camino de Swann', ya casi al final de la ... novela, se habla de un personaje que consumía un pan de especias por padecer un eczema congénito y, sobre todo, para combatir el llamado 'estreñimiento de los profetas'.

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Un médico y farmacólogo llamado Dioscórides, que vivió en Asia Menor durante el primer siglo de nuestra era, en su 'Materia médica', recomendaba, para aplacar el estreñimiento, el 'Apocalipsis', la obra atribuida a san Juan y que viene a ser un portento de imaginación, una anticipada lección de realismo mágico, como si el barbilampiño apóstol hubiera consumido, a manos llenas, algún potente alucinógeno. En tanto que 'El Cantar de los Cantares', como es natural, dado su lascivo y morboso contenido, se proponía como la mejor cura contra la impotencia. El método no consistía, únicamente, en leer esas páginas, sino que iba mucho más allá: había que convertirlas en ceniza, y, luego, comérselas religiosamente, nunca mejor dicho.

La llamada 'bibliofagia', es decir, la costumbre de zamparse un libro, no es, por lo que se ve, cosa nueva, sino que es una práctica más habitual de lo que uno se podría imaginar a lo largo de la historia. Se trata, después de todo, de una conducta nutricional como otra cualquiera.

En el aludido 'Apocalipsis' de San Juan, un ángel se le aparece al profeta, con un pie en la tierra y otro en el mar. En sus manos lleva un libro abierto, al tiempo que una voz retumba en el firmamento y dice: «Ven y toma el libro». San Juan se acerca, agarra la obra que se le ofrece, y el ser alado y divino le advierte: «Toma y trágalo, y él te hará amargar tu vientre, pero tu boca será dulce como la miel».

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La interpretación más común es que estamos ante una manera, como otra cualquiera, de adquirir saber, de transmisión del conocimiento, de igual modo que hubo tribus que se comían el cerebro de sus muertos para heredar todo lo aprendido por sus ancestros. Como una especie de acelerado máster sin necesidad de matricularse ni de ir a clase, cuyo título se obtenía al instante.

A mediados de los ochenta, un novelista español llamado Jorge Ordaz, seducido por esta leyenda escribió uno de los libros más raros y curiosos de la bibliografía del siglo XX: 'Las confesiones de un bibliófago'. El escritor barcelonés se centra en el Book-eaters Club (Club de Comedores de Libros), supuestamente creado en 1783 por un tal Francis Treveyland. Este club tenía carácter reservado y sus miembros –no se admitían ni a mujeres, ni a clérigos ni a escoceses, y quedaban excluidos del menú los libros papistas, franceses y de Samuel Richardson– cumplían como principal norma el no declarar su pertenencia al mismo y mantener en secreto sus actividades.

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La justificación a la hora de engullir libros podría llegar a convencernos. El hombre, con diferencia, es la criatura más omnívora de cuantas pueblan el planeta. Somos pantófagos, comemos de todo, incluso hemos llegado a devorarnos a nosotros mismos sin piedad alguna si el hambre aprieta. Así que ya nos queda muy poco por probar. Y, por otra parte, si los libros son pasto para el espíritu, ¿por qué no habrían de serlo también para el cuerpo? Jorge Ordaz, en su novela antes citada, trae a colación el hecho de que los tártaros, que tanta fama tenían de bárbaros, se alimentaban de libros con el fin de adquirir el conocimiento que atesoraban.

Tampoco conviene perder de vista que nuestros adorados e inocentes niños son muy aficionados a meterse en la boca cualquier cosa. De ahí que algunos expertos en la materia hayan asegurado que las ediciones clásicas infantiles han sobrevivido en contadas ocasiones, por puro milagro, a causa de ese temprano amor de la chiquillería por la bibliofagia. Dice un proverbio chino que si tiene cuatro patas y no es una mesa, hay que comérselo.

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